
Desde hace más de una semana, una lluvia persistente cae sobre el Chaco salteño. No se trata de una tormenta pasajera, sino de una llovizna constante, inagotable, que convirtió los caminos de tierra en verdaderos ríos de lodo. En el extremo este del departamento Rivadavia, la situación ya es crítica. Y mientras el agua sigue subiendo, las comunidades piden más ayuda. Ayer, el gobernador Gustavo Sáenz coordinó la asistencia desde Coronel Juan Solá.
Los parajes San Felipe, La Esperanza, El Pañuelo, El Cocal, El Chañaral y otros asentamientos rurales cercanos al cauce de los ríos Bermejo y Teuco están completamente anegados. Hay familias indígenas y criollas aisladas desde hace días.
Un equipo de El Tribuno llegó a Rivadavia Banda Sur y constató el panorama desolador: las calles del pueblo son intransitables, cubiertas de barro espeso. El adoquinado sólo alcanza hasta la plaza y parte de la avenida principal; lo demás es un barrial. El casco urbano, aunque no inundado, está cercado por el agua. Hacia los costados, el paisaje se transforma en una llanura acuática que lo arrasa todo.
En los parajes la situación es aún peor. «Solo se puede salir en una canoa o una piragua, porque caminando es imposible», contó Pablo, vecino del paraje La Esperanza, quien lleva cinco días varado en el pueblo. Estima que al menos 70 personas entre wichís y criollos quedaron atrapadas por la crecida. «Lo más urgente que necesita la gente son medicamentos y alimentos. No hay forma de llegar», advirtió.
Las comunidades originarias lograron refugiarse en zonas altas, pero muchas siguen incomunicadas. San Felipe, uno de los puntos más golpeados, está bajo más de cuatro metros de agua. «El agua llegó a las casas», relataron testigos.
Desde la comunidad El Molino, en Santa Rosa, el líder indígena David Herrera explicó que los vuelos enviados por el Gobierno provincial no llegan a cubrir toda la demanda. «Llevan un bolsón por familia, pero no alcanza para más de un día. Y el vuelo no regresa al día siguiente», dijo. Ayer se reunió con autoridades municipales para intentar organizar una logística que permita llevar la ayuda reunida por organizaciones sociales y fundaciones. «Tenemos recursos, pero no cómo hacerlos llegar. Los caminos están bajo más de un metro de agua», aseguró.
El aislamiento es absoluto. La ruta 13 está cortada, y no hay forma de acceder con vehículos a los puntos más afectados. A pie es imposible. Las chalanas, canoas y piraguas se convirtieron en la única vía de conexión entre el pueblo y los parajes. Pero el esfuerzo recae sobre los propios pobladores. Son los hijos los que cruzan el agua buscando comida o remedios para sus padres. El Estado, por ahora, no aparece.
En este contexto, los criollos son quienes más sufren. No quieren abandonar sus tierras, donde dejaron animales, corrales, herramientas de subsistencia. Permanecen resistiendo, rodeados por agua, mientras sus familias hacen lo posible para asistirlos con lo poco que consiguen. «Aquí no hay ayuda oficial. Son los mismos vecinos los que cruzan en lo que pueden y comparten lo que tienen», relató uno de los habitantes.
Hasta el ministro de Desarrollo Social, Mario Mimessi admite la dificultad de llegar a todos los puestos y parajes de un territorio con casi 26 mi kilómetros cuadrados, con una complejidad multicultural diversa, con caminos que son senderos que abren el monte y con una dispersión urbana asombrosa. «El recurso humano se desdobla y el esfuerzo por llegar a cada comunidad es constante. Sin embargo, hay factores que no podemos manejar, como el clima, por lo que esperamos que las condiciones mejoren para poder llevar adelante el operativo», dijo Mimessi y tiene razón. Desde hace más de una semana que no ha parado de llover.