La guerra agónica contra el periodismo

Esta pulsión enfermiza, que nada tiene que ver con el pensamiento liberal, utiliza ahora las redes sociales para intentar destruir al periodismo profesional.

Carlos Belloni

«El periodismo ha muerto» proclama Teodoro León Gross en «La muerte del periodismo. Cómo una política sin contrapoder degrada la democracia»; haciéndolo con cierta reminiscencia nietzscheana y tono fatalista.
Es cierto que hubo un tiempo en el que el poder de turno temblaba ante un titular periodístico; ante una editorial desfavorable o ante alguna columna de opinión que juzgara incorrecta la política del gobierno. El «Cuarto Poder» era temido como contrapeso al oscurantismo ejercido en salas secretas en las que unos pocos capitostes y titiriteros de los «círculos áureos» decidían el futuro por medio de susurros y frases nunca terminadas; a espaldas de los poderes formales del Estado y de la sociedad.

Eran tiempos «cuando una carrera política se hacía con el periodismo, desde el periodismo, a pesar del periodismo… Hoy puede hacerse sin el periodismo e incluso contra el periodismo», acota León Gross.

En el inconsciente colectivo, el periodismo era visto como quienes sólo buscaban exponer y desenmascarar la verdad. Me viene de inmediato a la mente la imagen de Bob Woodward y Carl Bernstein investigando el caso «Watergate»; que terminaría en la renuncia a la presidencia de Richard Nixon. Eran tiempos en los que la «Verdad» importaba.

Mensajes en botellas

No es que fuera todo perfecto, no idealizo el pasado. Siempre existieron las grietas por las que «el Diablo hacía de las suyas». No todo tiempo pasado siempre fue mejor.

El punto es que, en contraste, ahora nos hemos sumergido en un lodazal donde la Verdad dejó de ser relevante y ya no importa. Una era donde la pérdida de fe en la verdad lo domina todo. Donde la Opinión refuta anaqueles de erudición y de ciencia. Una era en la que los relatos cobran vida y se cree en todo y en nada al mismo tiempo. Una época donde el juicio crítico ha desaparecido y la polarización nos domina. Una era en la que las pasiones tristes -la frustración, el odio, la ira y el resentimiento- nos esclavizan.

Si tuvo razón Marshall McLuhan cuando afirmó que «el mensaje es el medio»; el mensaje violento, polarizador, superficial, vacío, efectista y efectivo de las redes sociales en efecto reemplaza para algunos lectores a los medios profesionales; deja palabras escritas con menos personas que las vayan a leer. Me hace pensar en Jürgen Habermas cuando afirmaba que era un error preguntarse por qué no había intelectuales, arguyendo que no puede haberlos si no hay lectores a quienes llegar. Pensado así, el verdadero periodismo quizás se asemeje, hoy, a una forma de resistencia. A un ejercicio en el que, incansables, los periodistas serios lanzan mensajes en botellas selladas al mar esperando, con fe, que alguien la reciba, rompa el sello y lea ese mensaje particular. Y todos los otros, después.

Y luego quedan «los otros periodismos»: el «performer» -el periodismo como espectáculo y show-; y el «periodismo militante» -oxímoron perverso; una forma de morbo que se nutre de la polarización y que la fomenta-. A decir verdad, estos son los verdaderos enemigos del periodismo; enemigos que lo corrompen y lo corroen desde adentro.

Verdades simples

Se presenta en sociedad la facción libertaria «Las fuerzas del cielo»; espacio en el que confluyen funcionarios, dirigentes y troles oficialistas. En la presentación de ese grupo tan variopinto, el militante Daniel Parisini -«Gordo Dan»-, dice que los allí reunidos conforman «el brazo armado» del Presidente a quien se lo defiende «hasta con la propia vida». «Su guardia pretoriana»; algo propio de un emperador.

En el acto, con una escenografía que remonta al imperio romano o, más cercano, al auge de Benito Mussolini y de sus «camisas negras»; se incentiva a insultar a los «zurdos hijos de puta». Por su parte, el titular de la Fundación Faro, Agustín Laje, dice que los periodistas «se han ganado el legítimo odio de toda la sociedad civil». Quizás deban releer la historia argentina; arengas y un odio similar provocó la quema del Jockey Club en una vida anterior. ¿Queremos transitar caminos ya recorridos que probaron su horror? ¿Qué hace falta que suceda para que se entienda que esta violencia terminará generando más violencia?

Y comprender, por fin, que nada justifica la violencia institucional. «A gran parte del periodismo le gusta el boxeo duro con dosis extremas de violencia», dice el presidente. «Con la particularidad de que su rival tiene que estar atado de pies y manos. Así golpean de modo fuerte y dan ‘muestras’ de exquisitos en el arte. A su vez el oponente, frente a su imposibilidad de defensa, muchas veces es extorsionado para que no le peguen tanto. Sin embargo, gracias a la tecnología, los celulares y las redes sociales, los ´delincuentes del micrófono´ hoy ven que sus víctimas no solo han logrado desatarse, sino que además tienen gran capacidad de respuesta», plantea Milei. «Por ende descubren que no solo no son grandes púgiles, sino que además son bastante menos que mediocres frente a un rival endurecido fruto del castigo asimétrico», afirmó. «A estos pseudo periodistas les quiero decir que les llegó el momento de tener que bancarse el vuelto por haber mentido, calumniado, injuriado y hasta haber cometido delitos de extorsión».

Para que no queden dudas Milei dice en la Conferencia de Acción Política Conservadora: «No hay lugar para quienes reclaman consenso, formas y buenos modales. Las formas son los medios, se las evalúa según su efectividad para alcanzar determinados fines. Y hoy someternos a la exigencia de las formas es levantar una bandera blanca frente a un enemigo inclemente. El fuego se combate con el fuego, y si nos acusan de violentos les recuerdo que nosotros somos la reacción a cien años de atropellos».

No entiendo a qué se refiere con los cien años de atropellos. Me pregunto de qué lado queda la supuesta asimetría. Y me pregunto, también, quién busca imponer una libertad tan única que haga que sea imposible pensar distinto a él.

A pesar de toda la violencia institucional, hay verdades incómodas pero simples en exceso: el totalitarismo de mercado no es la respuesta a todo; las formas sí importan -¡y mucho!-; y el fin jamás justifica los medios. Pero claro; también es verdad que todo problema tiene forma de clavo para quien sólo tenga un martillo en la mano -o en la cabeza-.

Caja de resonancia

Así, en una dinámica calculada, el gobierno provoca e insulta a los periodistas; los acusa de «ensobrados», de «llorones», de «violentos» y de «mediocres». Los acusa de haber cometido delitos de extorsión. No los denuncia en la justicia -el ámbito natural para denuncias así-; sino en los mismos medios acusados de delinquir.

Los «perfomers» repiten hasta el paroxismo las acusaciones. Las refutan. Aclaran las refutaciones. La repetición lo banaliza todo; le quita peso, carga y gravedad. Los «militantes» de uno y otro lado, debaten lo indiscutible y se convierten en caja de resonancia de la acusación original. ¿Qué creer? ¿A quién? Ellos también repiten -con desparpajo- que «las formas no importan»; que es «casta» detenerse en «el detalle de las formas».

En lo personal, considero a esta afirmación como una reafirmación de la idea perversa que asegura que el fin justifica los medios. Sabemos a dónde suelen conducir esos pensamientos tan horribles.

La caja de resonancia logra su cometido: el insulto también se vuelve espectáculo y show. Y estas formas equivocadas de periodismo convierten a todo el periodismo en general en una herramienta de polarización que, cual uróboro, se auto fagocita.

Palacios y payasos

Hay un proverbio turco que dice: «Cuando un payaso se muda a un palacio, el payaso no se convierte en rey, sino que el palacio se convierte en circo». Yo agregaría que cuando el Palacio se convierte en circo, todo el país termina haciendo payasadas, malabarismos, monerías y arrojándose tortas a las caras en un espectáculo temible.

Un país sin un periodismo financieramente independiente; crítico, pero justo; desideologizado y basado en hechos; es un país sin un futuro democrático. Me parece que, como siempre, deberíamos pensar qué en qué país nos queremos convertir y luchar por conseguirlo. Defender al periodismo serio es una forma de lucha; dejar de lado al «periodismo militante» y al «periodismo performer», también. Pero las peleas parecen equivocadas; dadas vueltas. Se ataca al periodismo serio y se reivindica a ese otro periodismo equivocado. El periodismo no está muerto -ni podría estarlo nunca-; pero está en nosotros decidir qué forma de periodismo queremos defender y revalidar.

En lo personal, no veo beneficio alguno en este perpetuo oscilar entre los amantes del garrote y los amantes de la ignorancia. Con tozudez me niego a ser un «león libertario bruto, ciego, sordo, y mudo»; tanto como a ser un «sucio comunista progre, casta, ensobrado y pieza del Partido del Estado». Sigo creyendo que estos extremos -y estas etiquetas- sólo conducen a una mayor pauperización intelectual; a una mayor violencia y a una peor sociedad. Y que nada justifica ninguna forma de extremismo político.

Como termina su libro León Gross: «la estupidez es siempre una brújula peligrosa». Y mortal, agregaría yo. ¿Lo habremos de aprender alguna vez? Espero que sí; de verdad

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