EL DRAMA DE LA ZONA DE SUELDOS ELEVADOS, PERO ALTA TASA DE SUICIDIOS

PICO TRUNCADO, Santa Cruz.- En la vida de Jorge Sudán el petróleo fue una oportunidad, una trampa y una condena. La industria abrazó a su versión más joven y lo puso durante casi 20 años a reparar máquinas pesadas necesarias para la extracción del crudo, en Las Heras, Santa Cruz, un pueblo helado que lucha todos los días contra el viento. Cuando los brazos de la empresa lo soltaron, su cuerpo estaba roto, fue como si una enorme serpiente constrictora, de pronto, hubiera decidido no engullirlo. Hoy, con 53 años, está desempleado. Para Érica Soto, una docente de primaria que trabaja en Sarmiento, una pequeña ciudad de 20.000 habitantes, en Chubut, el petróleo hace que su sueldo se pulverice. En esa zona, dice, los precios se fijan en base a los salarios de los petroleros. “Y nosotros, ¿cómo hacemos?”, se pregunta. Ezequiel Llanfullen, de 37 años, hace el mantenimiento de los pozos para una compañía que extrae crudo al costado de la Ruta 26, en Chubut. Él vive a 100 kilómetros de distancia, en Comodoro Rivadavia, se levanta a las 5 y vuelve a su casa, con suerte, a las 19.30. “Esto no es para cualquiera”, dice, entre risas, mientras el frío le raja la piel. El petróleo para él es techo, comida y educación para su hija. En su oficio ganan, en promedio, 1.200.000 de pesos al mes, y esa cifra asciende si el empleado tiene antigüedad. “Acá no hay nada para hacer”, lamenta Gastón Almanacid, de 22 años, que limpia la sala habilitada para fumadores del casino de Pico Truncado, en Santa Cruz, uno de los pueblos con más suicidios del país. En su vida, el petróleo solo es parte del paisaje gris.

Texto de Alejandro Horvat // Fotos: Tomás Cuesta

¿Qué desean los que viven en la Argentina profunda? En un año electoral, donde se eligen intendentes, gobernadores y el futuro presidente, periodistas de LA NACION se propusieron recorrer distintas regiones del país para mostrar cómo se vive y qué mueve la aguja de los votantes en terrenos diversos y, en algunos casos, inhóspitos. En esta nota, recorrimos la cuenca del golfo de San Jorge, que junto con Vaca Muerta, es la zona de explotación de hidrocarburos más prolífica de la Argentina. Es un extenso territorio que cubre aproximadamente 180.000 km2 entre la porción costa adentro (que cubre ciudades y pueblos de Chubut y Santa Cruz), y la plataforma offshore. En total, de la zona se extrae el 50% del petróleo convencional del país y es la tercera cuenca productora de gas a nivel nacional. En toda esa extensión de terreno viven cerca de 300.000 personas. Allí, los salarios, en promedio, son de $660.000, aunque esa cifra crece en los empleos vinculados al petróleo. Esto quiere decir que por lo menos triplican el sueldo promedio de la ciudad de Buenos Aires, que ronda los $270.000. Sin embargo, otras problemáticas, como las relacionadas con la salud mental, afloran en esa estepa de clima hostil, en donde muchos trabajadores provienen de otras provincias y no logran acostumbrarse a la parquedad de todo aquello que los rodea.

““Hay muchos pibes tirados en el barrio, se perdió la cultura del trabajo, algo que a mí me inculcaron”

EZEQUIEL LLANFULLEN, HACE MANTENIMIENTO DE POZOS PETROLEROS

foto AML
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La explotación petrolera está visible en cada tramo del paisaje e incluye monumentos como el que se levanta en Caleta Olivia, homenajeando al obrero petrolero

Llanfullen lleva puesto un overol grueso y una capucha de polar para protegerse del frío. Recorre en una camioneta blanca hasta 15 pozos petroleros por día y repara los desperfectos que encuentra. Otras veces se encarga de descongelar la máquina con alcohol. Su abuela era una guía espiritual mapuche. Su padre fue el primer petrolero de la familia y cuando estuvo cerca de jubilarse pudo conseguirle un lugar en la compañía para su hijo. Ahora, Llanfullen va a cumplir 15 años de trabajo en medio de la soledad de la estepa patagónica y dice no recordar el significado de su apellido en lengua mapuche. “Laburar en el petróleo es una buena opción, aunque sea duro. Últimamente se ve bastante droga en el rubro. Mi viejo me inculcó la cultura del trabajo, hoy muchos prefieren quedarse tirados a trabajar acá 12 horas y viven de planes, creo que eso tiene que cambiar”, dice. Su recorrido diario, de pozo en pozo en busca de desperfectos, transcurre dentro de un gigantesco campo privado. La multinacional para la que trabaja Llanfullen le paga al propietario por la explotación de los recursos que yacen en las entrañas de la tierra. Ese es un acuerdo que se repite a lo largo de la Ruta 26, donde el emprendimiento petrolero más importante se encuentra en una zona llamada Cerro Dragón.

“Antes el que quería trabajar, trabajaba, hoy, por lo general, los trabajos en el petróleo se pasan de padres a hijos”

CHIGUAY SEGUNDO, EMPLEADO DE UNA EMPRESA PETROLERA DURANTE 35 AÑOS

foto AML
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Los pueblos solitarios del sur son helados y ventosos. Sin embargo, los vecinos coinciden en que el clima cambió y ahora los inviernos no son tan crudos

Chiguay Segundo, cuyo nombre en mapuche significa suave brisa, dice que el petróleo fue su vida. Él vive en Sarmiento desde que nació, hace 71 años, cuanto todo era campo y en esta época del año había un metro y medio de nieve. Ahora hacen unos cuatro grados y Chiguay está con una camisa arremangada, sin abrigo. Sus dedos gruesos aún parecen mantener algo de la grasa de las máquinas que reparó durante 35 años. “Frío era el de antes”, recuerda. Él se levantaba a las 5, los pasaban a buscar y no sabía bien cuándo volvía. A veces surgían imprevistos y trabajaban hasta la madrugada del otro día. “Y así pude hacer mi casita, tengo una huerta, gallinas. Pero otros se la gastaron toda en joda y no les quedó nada, muchos ya murieron”, describe. Su casa, una cabaña tipo alpina con forma de triángulo, guarda una colección valiosa, hecha de pieles, cuernos de distintos animales y puntas de flechas de cazadores mapuches que encontró cuando iba a pescar al lago Colhué Huapí. Sus paredes hablan de un mundo que ya no existe. Por ejemplo, el Colhué Huapí, que llegó a tener 810 km2 y fue el quinto más grande del país, se secó por los canales ilegales y la necesidad de abastecer de agua a Comodoro Rivadavia, Rada Tilly y Caleta Olivia. En su época el universo del petróleo, asegura, era más accesible. Antes el que “quería trabajar, trabajaba” y se aprendía sobre la marcha, pero hoy dice que sólo se ingresa a las empresas “heredando” el puesto y eso le complicó la vida a muchos jóvenes que veían al petróleo como la única opción. Junto con su esposa, Mari Montoi, de 63 años, Chiguay ve pasar los días con calma, refugiados entre los recuerdos de aquella vida. Mientras tanto, la televisión cuenta que en Buenos Aires la temperatura rozó los 30 grados.

Desde petróleros hasta docentes, en el sur de la Argentina se viven realidades muy diversas, pero en todos los casos el clima y la geografía representan un gran desafío

En ocasiones, la jornada laboral, a Almanacid, de 22 años, lo hace lagrimear. Él es parte del personal de limpieza en el casino de Pico Truncado, en Santa Cruz, que tiene la única sala habilitada para fumadores en decenas de kilómetros a la redonda, y por ello reúne multitudes de varios pueblos cercanos. “Te llegan a doler los ojos”, describe. Pero cuando sale de esa nube tóxica y comienza su tiempo libre, suele haber una pregunta que, por momentos, lo atormenta: “¿Qué puedo hacer? Acá todos coincidimos en que no hay nada”, lamenta. Ahora está sentado en un banco de la plaza General San Martín, junto a su amigo, Ignacio Lepio, de la misma edad, que da clases de dibujo. Toman mate y conversan. Pico Truncado parece el retrato de sentimientos oscuros, o de un estado de ánimo. Por la calle no circulan autos y el pasto está seco o ausente, aunque hoy, al menos, el cielo está despejado y el sol le da algo de sentido al paisaje. “No me voy porque tengo una casita que heredé y me voy a mudar solo. No sé si estoy para empezar de nuevo en otro lugar”, dice Almanacid.

“Todos los jóvenes coincidimos en que acá no hay nada para hacer”

GASTÓN ALMANACID, PERSONAL DE LIMPIEZA DEL CASINO DE PICO TRUNCADO

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Los jóvenes dicen ser los que más sufren el aislamiento que les impone la propia geografía de sus pueblos

Si bien el problema salarial y laboral los atraviesa, para ellos el gran asunto no es el económico, sino el agujero negro del aburrimiento, la quietud de casi todo lo que los rodea. Santa Cruz es la segunda provincia con más suicidios de la Argentina, con una tasa de 14,6 cada 100.000 habitantes. Y aquí, todos dicen conocer a alguien que se quitó la vida con una soga, un arma o un cuchillo. “A un político le pediría que traiga alguna actividad recreativa, los pibes no sabemos qué hacer”, reclama Lepio. En la esquina de Bernardino Rivadavia y General Belgrano se levanta la Iglesia Universal del Reino de Dios de Pico Truncado. Allí se encuentra el pastor evangélico Iván Cabral, un hombre bien peinado que viste una camisa a cuadros abrochada hasta el cuello y sin arrugas. El salón de la iglesia brilla. Los pisos están cubiertos de baldosas blancas, igual que el color de las paredes, y las sillas que miran hacia el estrado están limpias y alineadas. Algunos de los 20.000 vecinos del pueblo llegan acá angustiados, asustados frente a la enorme posibilidad de que mañana el pueblo sea igual de ventoso y pálido. Los domingos, Cabral recibe cerca de 60 personas en los encuentros de la iglesia. “Mucha gente se quita la vida, acá el tema no es el dinero, sino los problemas familiares, la depresión. Y muchos de los que toman esa decisión, son jóvenes”, lamenta.

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En el sur petrolero, aquellos que no logran ingresar a una empresa vinculada a esa industria se enfrentan a un panorama económico complejo por los altos precios y la poca oferta laboral

En un pueblo chico, de alrededor de 17.000 habitantes, como Las Heras, en Santa Cruz, ubicado 780 kilómetros al norte de Río Gallegos, algunos prefieren resguardar su identidad antes de hablar. La empleada municipal que conversa con LA NACION a pocos metros de la puerta de su casa prefiere no dar su nombre. Gana $60.000 por mes. Su marido trabaja en un taller mecánico. Como les sucede a casi todos los que tienen hijos y no están vinculados al petróleo, la plata no les alcanza. Ella no cree que estas elecciones, o que algún político, o que un milagro, pueda cambiar la situación económica y la vida en el pueblo. “Mi nena tiene cinco años y va de la escuela a la casa. No sale, no podemos pagarle actividades y como siempre hace frío tampoco vamos mucho a la plaza, para que no se enferme”, describe. Héctor Sudán, de 38 años, también tiene dificultades. “Yo tengo un oficio, soy chofer de maquinaria pesada”, cuenta, pero hace 11 años que tiene problemas de salud. Su pierna se hincha y se le infecta la piel. “Durante ocho años me dijeron que tenía tromboflebitis, hasta que junté unos mangos y me fui a Comodoro, ahí me dijeron que tromboflebitis no tengo, pero no me dieron otro diagnóstico, y por esta incapacidad no me toman en las empresas”, relata, mientras saca del bolsillo dos milanesas congeladas y un pedacito de queso: “Estas tres cositas, 1500 pesos. Caro, y acá no somos todos petroleros, viste”. Frente a las elecciones, Sudán quiere que el cambio de gobierno traiga “trabajo para la gente”. En su caso, le gustaría conseguir algo más estable que las changas que hace todos los días. Pero, a pesar de sus dolencias, Sudán sonríe, es amable. Se ríe de sus propias desgracias. Y en medio de un panorama hostil, encontró un refugio que parece ajeno al viento, a la plata que nunca alcanza o a la falta de diagnóstico: “La felicidad está dentro de uno”, asegura, y sonríe, una vez más.

LANACION

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