Los argentinos hemos convertido en hábito la desgracia de tropezar dos y más veces con la misma piedra. Lo peor es que reincidimos cuando todavía sangran las heridas abiertas por la caída previa. Tengo la impresión de que estamos en serio riesgo de volver a insistir en esta costumbre malsana que nos ha consumido. Déjenme tratar de contarles por qué creo que Cristina Kirchner y Javier Milei representan, aunque suene raro, la misma piedra.
En ellos, como en todo político mesiánico, sus ideas ocupan un lugar secundario. De izquierda o de derecha, lo que los define es su psicología. En última instancia, el populismo es solo una praxis política determinada por la personalidad narcisista de un líder con tendencia a la megalomanía. En Cristina Kirchner como en Milei, la forma es el contenido. Por eso ambos, más allá de sus diferencias, son parte del mismo club, del que también son o han sido socios –cada uno a su modo– Donald Trump, Jair Bolsonaro, Hugo Chávez o Andrés Manuel López Obrador, por dar ejemplos de distintos colores. No es que izquierdas y derechas hayan dejado de tener vigencia. Lo que sucede es que los líderes de este tipo ponen en marcha los mismos mecanismos. Y sus diferencias ideológicas quedan en anécdota, porque esos mecanismos, llevados al extremo, producen el mismo efecto: el eclipse de la democracia republicana.
Ignoro si Milei ha leído a Laclau, pero lo sigue a rajatabla. Como quería este teórico del populismo, Cristina ha dividido, desde su discurso, a la sociedad en dos campos separados y antagónicos: de un lado el pueblo que ella encarna, donde está el bien, y del otro los perversos “poderes concentrados”, donde ubica el mal. El objeto del odio de Milei es “la casta” y todo lo que huela a Estado, que él identifica con el diabólico socialismo. Con un enemigo, la polarización está asegurada. Para despertar una adhesión irracional a “la causa del bien”, nada como demonizar a ese enemigo. En este punto, Milei se vale de una frondosa imaginación para el insulto. Podemos mencionar algunos, con las disculpas y sin las comillas del caso: embusteros, roñosos, pedazo de mierda, sorete, torre de estiércol, gusano arrastrado.
Cristina, en público, despliega otro estilo. Pero, así como ella terminó habitando la ficción del relato, Milei no actúa la bronca. Por eso cataliza la frustración de una sociedad a la que el Estado kirchnerista, que le iba a dar todo, dejó a la intemperie. La rabia de Milei parece genuina. Y eso es lo más peligroso.
«“Que se vayan todos”, cantaban los seguidores de Milei en su bunker. Pero, aunque la bronca contra la clase política sigue muy vigente, no estamos en 2001. ¿O sí?»
La polarización destruye los lazos sociales y cancela el diálogo, esencial en una democracia. Bajo sus efectos narcóticos, la verdad emana solo de la palabra del líder, que no tolera que se lo contradiga. “Es preferible chocar contra un tren cargado de piedras que contra Cristina”, dijo alguna vez Aníbal Fernández. Por más que procure mantener la calma, Milei se saca cuando escucha una opinión que cuestiona el dogma a través del cual lee la realidad. Pareciera que estos líderes toman una discrepancia como una afrenta contra su autoestima. Por eso generan seguidores que oscilan entre el temor y la veneración, y suelen ser protagonistas excluyentes –cuando no divos– dentro de sus espacios políticos, donde no admiten que nadie les haga sombra.
También cargan contra la prensa, que los confronta con los hechos y refuta el engaño de su relato. Cristina colocó a los “medios hegemónicos”, así como a la Justicia, entre sus enemigos. La Academia Nacional de Periodismo manifestó una “profunda preocupación” por las diatribas y los agravios que Milei profiere contra la prensa y los periodistas.
Los Kirchner irrumpieron en escena cuando desde las cenizas de la crisis de 2001 empezaban a crecer los primeros brotes. Tras el “que se vayan todos” se abría la posibilidad de regenerar la política. En lugar de eso, aprovecharon el viento de cola para tratar de instalar en el país el régimen feudal que habían montado en Santa Cruz. Ese proyecto alienado, que más de medio país apoyo en las urnas, nos trajo hasta la desolación actual. Pero hay algo positivo: por su voracidad, el kichnerismo nos ha confrontado con la corrupción de la matriz corporativa que el país consolidó durante décadas, que produjo una elite rica y una sociedad empobrecida. Tras 2001 no solo perdimos una posibilidad de cambio, sino que fuimos para atrás. Hay que ver qué haremos con la oportunidad que nos ofrece esta crisis.
“Que se vayan todos”, cantaban los seguidores de Javier Milei el domingo en su bunker, antes de que el héroe libertario los arengara con su “Viva la libertad, carajo”. Pero, aunque la pobreza, la impotencia, la frustración y la bronca contra la clase política sigan vigentes, no estamos en 2001. ¿O sí?
En la estela de aquella crisis, la ciudadanía eligió a líderes que se alimentaban de la polarización y el odio. Venimos de un proyecto destructivo y hoy el riesgo es que el voto lo reemplace por otro que siga con la destrucción cuando ya queda poco en pie. Acaso no hayamos comprendido lo que significó el kirchnerismo. Siempre se puede volver a tropezar con la misma piedra.