Desde la famosa sentencia provincial en la causa de barrio Ituzaingó Anexo de la ciudad de Córdoba, en 2012, numerosos tribunales a lo largo y ancho del país adoptaron soluciones para proteger la salud y el ambiente de la aplicación de agroquímicos, en particular del glifosato.
En su gran mayoría, las decisiones judiciales se basan en la necesidad de implementar medidas protectoras eficaces ante un potencial peligro de daño, aun cuando no exista certeza científica sobre su concreción.
La proliferación de este tipo de pronunciamientos en el ámbito nacional no es casual. Argentina está entre los primeros en el ranking mundial de uso de glifosato. Se utiliza un promedio de 15 litros por hectárea. Y en términos de consumo por habitante, se promedia un total de 4,3 litros por persona, mientras que, por ejemplo, en Estados Unidos el promedio alcanza a 0,42 litros por persona.
La excesiva aplicación de este agroquímico responde a una matriz productiva agroindustrial. Esta se basa en la explotación intensiva de ciertas variedades vegetales –soja–, cuya producción se encuentra ligada a la utilización del “paquete tecnológico” compuesto principalmente por el uso de semillas transgénicas y la aplicación copiosa de agroquímicos como el glifosato.
Esta fuerte matriz productiva parece imponerse al momento de pensar en ajustes y modificaciones en las regulaciones que categorizan la peligrosidad del producto o que disponen restricciones en las distancias de su aplicación para proteger a las personas y el ambiente.
Ni la alta conflictividad social en relación con las fumigaciones en poblados y escuelas rurales, ni la aparición de enfermedades como el cáncer, ni la reiteración de sentencias judiciales que advierten sobre los riesgos de este tipo de productos parecen ser suficientes para recategorizar la clase toxicológica o imponer restricciones a nivel general para su utilización.
Como si fuera poco, numerosas investigaciones científicas alertan sobre la peligrosidad del glifosato para el ambiente y para la salud de las personas. Ya en 2015, la Agencia Internacional para la Investigación sobre el Cáncer, perteneciente a la Organización Mundial de la Salud, categorizó a este agroquímico como probablemente carcinogénico para humanos.
Estudios recientes reconocieron el daño genético que el producto ocasiona, lo que genera enfermedades cancerosas y malformaciones. En el trabajo publicado por la ONG Naturaleza de Derechos, llamado “Antología Toxicológica del Glifosato +1000″, se recopilan más de mil trabajos que advierten sobre los efectos nocivos del agroquímico sobre la salud humana y no humana.
A la fecha, no existe a nivel nacional una normativa uniforme que disponga criterios para fijar distancias sobre la aplicación de agroquímicos. El Congreso de la Nación cuenta con la facultad de sancionar leyes de “Presupuestos Mínimos de Protección Ambiental” tendientes a fijar una normativa uniforme, aplicable a todas las provincias. Existieron aislados intentos de sancionar una norma así, aunque sin éxito alguno. Los intereses en juego parecen inclinarse en contra de la aprobación de este tipo de proyectos de ley.
A pesar de esto, algunos municipios del país diseñaron normas para restringir o prohibir totalmente la aplicación de agroquímicos. Un ejemplo de esto fue la ciudad de Cosquín, que en 2019 dispuso la prohibición de la comercialización y uso del glifosato en su ejido urbano. Sin embargo, ese mismo año, la norma fue vetada por el Departamento Ejecutivo.
Un caso paradigmático es el de la provincia de Chubut, que mediante la ley XI N° 70, en 2019, prohibió en todo su territorio la introducción, comercialización, distribución y aplicación del glifosato, con lo que es la única provincia del país con una regulación de este tipo.
Como se puede ver, los intentos estatales de establecer una reglamentación acorde a los avances jurisprudenciales y científicos en pos de proteger la vida de la aplicación intensiva de agroquímicos se reducen a algunas ordenanzas municipales. Y aun así, la mayoría de las veces son cuestionadas judicialmente y suspendidas en su vigencia.
Los procesos judiciales impulsados por los movimientos de las comunidades fumigadas terminan siendo la única trinchera a partir de la cual les es posible reclamar por sus derechos en un contexto en el que el ambiente y la salud pública parecen ocupar el último lugar en la escala de prioridades. Este desfase entre la realidad y el derecho constituye una problemática que repercute en la salud de las comunidades y que debe ser superada en lo inmediato.
* Coordinador del Área de Ambiente de Fundeps
– La Voz del Interior