Cada vez surgen más grupos dedicados a canjear vestimenta, muebles o artículos electrónicos por productos de la canasta básica. Cómo y dónde funcionan. El lado b de la economía de los barrios.
«Lo único que no se canjea son animales, ni armas». La frase impacta. La realidad, también. Los clubes de trueque volvieron a emerger desde las profundidades del Conurbano y cada vez son más los que se suman a una modalidad que fue furor en la debacle de 2001 y que hoy parece ser moneda de cambio para las economías barriales.
Florencia Garate, de 28 años, tiene 7 hijas y es la autora de aquella frase inicial que sirve para entender un fenómeno en crecimiento. Al frente de «El Galpón», un espacio de trueque que nació hace un año y medio en Temperley y que en la actualidad es lugar de referencia para todos aquellos vecinos que, por diferentes tipos de necesidad económica, recurren al sistema de canje para poder subsistir. Con una particularidad que ya se convirtió en tendencia: ropa por alimentos.
«Hay algunos que por una remera te piden dos productos: un paquete yerba y uno de azúcar. Otros, te ofrecen parte en efectivo y un producto. Y están los que llegan a otro tipo de acuerdo. Se pone en juego el compañerismo», asegura la mujer que alquila una cancha de fútbol durante dos horas para recibir a todos los puesteros y manteros que se acercan para exponer sus futuras expertenencias. «Lo alquilamos dos veces a la semana: martes y domingos. Se pagan diez pesos para entrar y cada vez viene más gente».
Por la cancha Florencia paga 350 pesos la hora. Lo que sobra en el día se reinvierte para comprar silla, mesas, un parlante con bluetooth. Además, se pagan 100 pesos para amortizar los gastos de luz para aquellos que preparan comida en el lugar. «Hay gente que viene martes y domingos sólo a comer. A cambiar lo que tenían en sus roperos por algo que les permita sacarles el hambre. Sobre todo mujeres grandes».
También se realizan rifas en las que todos los números tienen un premio y una tapadita a 15 pesos que Florencia se la ofrece a aquellos que ve más necesitados y que permite llevarse algo de comer. «Hay gente que paga 12 pesos para venir, 12 para irse, 10 de entrada y no tienen para la garrafa o para pañales. A ellos no les cobramos la entrada e incluso tratamos de ayudarlos con el boleto».
El caso de «El Galpón» no es el único. Algunos tienen nombre, como Pepe Fragata y El Rancho de Don Pedro en San Francisco Solano o Manos Unidas en Ezeiza; y otros que funcionan en la modalidad que pica en punta en tiempos de internet: el trueque por Facebook. A través de grupos cerrados, los usuarios ponen en consideración diferentes tipos de productos por los que piden a cambio algo en particular o lo dejan a consideración de quien tenga algo para ofrecer. Si se toma en cuenta la cantidad de integrantes que forman parte de los diferentes grupos activos de Facebook, se puede afirmar que hay más de 200 mil personas participando de alguna modalidad de canje.
«Trueque sin dinero solo x alimentos» es uno de los que tiene mayor actividad con 70 mil miembros. En la página se puede ver consultas por un Blem, un cuaderno de tapa dura o un reloj digital. En otra, una usuaria muestra pantalones, remeras y buzos de bebé y pide a cambio azúcar, fideos, arroz o harina. Algunos piden más. Por una remera de Los Redondos con la imagen del disco Oktubre, solicita «1 yerba no de plan, 1 azúcar, 1 manteca chica La Serenísima, 2 fideos largos Providencia». Y aclara que va el domingo a las 14.30. El lugar de encuentro es la plaza de adentro del UPA, en Recondo y Camino Negro.
Mabel Lértora tiene 58 años, cuatro hijos, doce nietos y un bisnieto. Cuenta que todas las semanas va al Trueque que se hace en la plaza de la estación Zeballos, en Florencio Varela. «Suelo ir con una de mis hijas. Vivimos en el mismo terreno y aprovechamos para llevar más cosas para tratar de traernos más para comer». Ante la consulta sobre cuáles son los productos que lleva, asegura que «todo lo que tenga a mano y que ya no use, aunque la semana pasada tuve que cambiar unas zapatillas y unos libros para poder llevarme comida suficiente para cubrir una semana y llegar hasta que mi hijo me pueda pasar algo de plata para comprar los medicamentos».
Mabel trabaja como empleada doméstica, pero en la actualidad sólo cumple horario en una casa. «El resto son changas, y no llego. Me encantaría poder ir a un supermercado y comprar sólo lo que necesito pero espero siempre al trueque porque no me alcanza la plata». El relato es fuerte. Tanto que Mabel ya lo siente natural. «Empecé a ir hace tres meses y desde ahí no paro. A veces voy hasta para conseguir cordones. Hay de todo. En 2001 la acompañaba a mi mamá y hoy me toca que me acompañen a mí».
Un estudio realizado por la UCA arrojó que en 2017 en el Conurbano se registró un índice de pobreza que alcanzó el 54.2% por ciento de los niños. Ligado a este fenómeno se observa que un déficit alimentario de 17.6% de chicos que no comieron correctamente y un 8.5% que alcanzan un nivel más grave (pasan hambre). De este universo de chicos, un 33.8% asiste a comedores escolares. Números fríos. Duros.
Daniel Arroyo, diputado nacional por el Frente Renovador y ex ministro de Desarrollo Social de la Provincia, asegura que «el fenómeno de hoy es el sobreendeudamiento. Como aumentaron los costos fijos a la gente le faltan diez días para terminar el mes y se endeuda con tarjetas o el financista de la esquina. Y a partir de ahí lo que aparece es el trueque y los comedores. A diferencia con el 2001 son más personalizados y muchos se encuentran directamente en una plaza luego de arreglar vía Facebook. Van con un cartelito con un su nombre y hacen el intercambio. Todo durante el día por temor a la inseguridad. Es un fenómeno diferente porque hoy más actividad económica que entonces, pero se nota el crecimiento».
La imagen formó parte de un informe televisivo. Una mujer mostraba un cartel en el que indicaba que cambiaba vestimenta por dos kilos de pata y muslo. El caso de Gladys es diferente. «Lo mío es al revés. A mi por suerte no me falta de comer, pero no tengo plata para comprarme ropa y como me operaron de un tumor en la garganta, bajé mucho de peso. La ropa que tenía no me sirve». A la mujer, que vive en San Miguel y que va a una feria que se realiza todos los días en José C. Paz le da vergüenza decirlo y lo aclara, por eso pide reserva: «Es más fácil ir con comida porque muchas personas en su desesperación aceptan cambiar ropa buena que pudieron tener en el algún momento por pocos productos. Si tuviese que comprarla en alguna feria americana me saldría mucho más caro. Lo mío también es necesidad».
Gladys perdió su trabajo en una librería en marzo de 2017, al poco tiempo le descubrieron el tumor y en la actualidad está desocupado pero logra subsistir con una pensión que le quedó de su marido. «A mi marido no le hubiese gustado. No habría aceptado nunca tener que pasar por esto. Pero hoy no tengo otras formas».
La calle volvió a ser el escenario donde la gente sale a buscar de qué manera sobrevivir. Y en ese marco, el trueque volvió a convertirse en la modalidad más utilizada para resistir. Un invierno que de crudo se hace hambre
BRUNO LAZZARO – Ámbito