Con una asiduidad más que justificada, nuestros comentarios editoriales se refieren, cotidianamente, a la suma de deficiencias múltiples que exhibe San Miguel de Tucumán. Las paredes pintarrajeadas, el destrozo de los árboles, el vandalismo constante, se unen al incumplimiento obstinado de las ordenanzas municipales, en una interminable lista que va desde el estacionamiento en sitios prohibidos hasta las veredas rotas o el irresponsable arrojo de basura a la vía pública.
Sin duda, muchas de esas falencias tienen que ver con un organismo municipal que no ejerce, con la necesaria energía, las atribuciones que tiene para que sus ordenanzas sean realmente cumplidas por toda la población y en todo tiempo. Es más, cualquiera puede advertir que la única norma que se observa estrictamente entre nosotros, es la que veda el cigarrillo en los locales cerrados.
Examinando en profundidad todas esas situaciones, no puede menos que pensarse que, en el fondo de todas ellas, parece primar una verdadera y raigal falta de cariño a la ciudad que habitamos. Algo así como que a nadie le importa, en última instancia, estar rodeado por un entorno no sólo higiénico y ordenado sino también grato a la vista del vecindario y de los visitantes.
Una actitud tan deplorable no es, felizmente, algo generalizado en las ciudades argentinas. Existen muchas de ellas donde se percibe claramente que sus habitantes no se limitan a respetar las ordenanzas, sino que arriman, por su lado, el aporte necesario para que su ciudad luzca limpia y atractiva. Y por cierto que lo logran. Entre nosotros, en cambio, tales actitudes no existen, y cuando se dan es a título de singular excepción. Tenemos una muy apreciable cantidad de edificios en altura, pero es muy raro que sus balcones estén adornados con plantas y con flores: más bien cobijan habitualmente ropa colgada.
Hay muchas casas con jardines a la entrada, que las más de las veces sólo exhiben un pastizal. Cuando se circula por el centro, la planta alta de muchos locales muestra años de abandono, con ventanas rotas y suciedad. Muy pocos son los vecinos que cortan los yuyos que crecen en la vereda, frente a sus casas. Se destroza sin piedad la fachada elegante de muchas viejas residencias, para darles uso comercial: rara es la persona que acuda a un experto que le aconsejé soluciones más estéticas y más respetuosas. El espacio impide proporcionar mayores ejemplos de aquellas actitudes harto conocidas que, en su esencia, insistimos, reconocen como causa central una triste ausencia de afecto hacia la ciudad. No hemos sido capaces de agruparnos para un cambio de actitud: la Sociedad Amigos de la Ciudad, que funcionó unos pocos años desde fines de la década de 1980 hasta comienzos de la siguiente y tuvo algunos logros significativos, fue una feliz excepción que pronto desapareció.
Nos parece que ya es hora de operar un sustancial cambio en este orden de cosas. El vecindario tucumano que aliente una inquietud en esa positiva dirección, debiera congregarse –pensamos- en asociaciones que tengan aunque sea un propósito limitado: por ejemplo, hermosear únicamente la cuadra donde sus miembros viven. Tal vez ese propósito, reiterado y multiplicado, podría deparar con el tiempo un San Miguel de Tucumán más grato a la vista, más cuidado y más armonioso. Como alguna vez sabemos que fue.
– La Gaceta