A la par que el concepto de smart cities surge como la panacea de una urbe mejor para las personas, se hace más evidente la necesidad de debatir la visión de la ciudad como robot eficiente. ¿Ciudadanía o negocio?
Smart cities. Parece difícil no entusiasmarse con esa etiqueta que las ciudades quieren adosarse y que habla de semáforos que detectan el nivel de tráfico para extender o acortar su luz de paso y de familias que disfrutan hasta el último minuto de su desayuno porque saben a qué hora exacta pasará el colectivo; de tachos de basura cuyos sensores de volumen permiten diseñar con mayor eficiencia las rutas de recolección y de cajeros automáticos que no necesitan de tarjetas porque apenas se activan con un dedo. La tecnología tiene mucho para aportar al desarrollo de las ciudades. En cuestiones de ahorro energético, movilidad, calidad ambiental y hasta en situaciones tan vitales como la posibilidad de encontrar una cama hospitalaria en un contexto de emergencia.
La evidencia de esos aportes no quita la posibilidad de discutir la celebración acrítica del slogan de las smart cities y la instrumentación que viene proponiendo el gobierno de la Ciudad de Buenos Aires.
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Big Data
En el corazón de las ciudades inteligentes están los datos, unas cantidades astronómicas de datos provenientes de sensores, cámaras, escáneres, clics en redes sociales, georeferenciaciones, audios, imágenes y formularios capaces de proveer información sobre contaminación, tránsito, humedad, residuos, nivel de ruido y todo tipo de incidentes. Esos datos contribuirían a una mejor toma de decisiones, afirmación que, no obstante, obliga a reflexionar sobre problemas del orden de quién produce esos datos, cómo es que los obtiene, por qué elige tomar unos y no otros y de qué forma los procesa, cruza, analiza y también libera. En la promesa de unas decisiones tomadas sobre la base de datos objetivos existe no solo el riesgo de caer en una pretendida automatización (“no fui yo, fueron los datos”), sino de reducir la lógica urbana a una gran ecuación matemática en vez de intentar responder preguntas complejas, como qué es lo que hace que estemos juntos o por qué sucede lo que sucede. Nunca son neutros los datos. Y en lo profundo subyacen las cuestiones de siempre acerca de quién tiene el poder y qué puede hacer la ciudadanía para ampliar su voz y sus derechos.
“El fenómeno de las smart cities suele invocarse a partir de la supuesta felicidad de encontrar un montón de datos con los que vamos a ser capaces de elaborar mejores modelos. Pero al fin y al cabo siempre que modelizamos lo estamos haciendo para algo. Todo tiene un fin que responde a determinados intereses”, explica a Cash Maxo Velázquez, sociólogo de la Universidad de Buenos Aires, especialista en movilidad urbana y tecnología informática. Indica además que en los últimos años los principales datos dejaron de ser del Estado: “de hecho hoy Google, Movit o Waze saben más de la movilidad que toda la administración de la Ciudad. Y ahí me parece que lo que se puede debatir también es quién va a publicar estos datos y no ser inocentes respecto de que necesariamente implican un beneficio para la comunidad. El beneficio, en principio, es para algunos grupos: los dueños del dato”.
El urbanista estadounidense Adam Greenfield, autor de Against the Smart City, afirma que esta concepción “no ha sido elaborada por un partido, grupo o individuo reconocido por sus contribuciones a la teoría o la práctica de la planificación urbana”, sino más bien por gigantes de la tecnología que buscan beneficiarse de contratos municipales.
¿En qué lugar queda parado el ciudadano? ¿Es solo alguien que aporta datos para que un privado se los apropie y genere desarrollos que luego le venderá? Otro punto cuestionable del modelo smart cities es que su participación queda por lo general reducida a la opinión mediante algunos clicks, cuando una toma de decisiones democrática no debiera descuidar el plano presencial. “Por ejemplo “BA elige”, la plataforma de la ciudad para que los vecinos puedan hacer sus propuestas, es útil en el sentido de que permite priorizar por comuna una serie de proyectos de alcance muy local. Sería como encarar una gran encuesta sin un formulario prearmado. Y eso sí que es una excelente herramienta que incluso podría estar más desarrollada”, señala Velázquez. “Pero sepamos que llega solo a públicos muy focalizados –aclara– que son los que están digitalmente alfabetizados. Y que todo además hace agua cuando del otro lado de la General Paz tenemos un conurbano que no está integrado, carece de servicios básicos y tiene zonas con pésima conexión”. Según el experto una democracia más directa termina siendo la del modelo asambleario y ese es un modelo de presencia, un esquema en el que las personas acuerdan diálogos y por eso se puede arribar a acuerdos y soluciones. “La tecnología a lo sumo complementa”, concluye.
Innovación
El concepto de datos abiertos –open data– hace referencia a determinados tipos de datos que pueden ser utilizados, reutilizados y redistribuidos libremente por cualquier persona sin ningún tipo de exigencias ni permisos. El Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, a través del decreto 156 de 2012, desarrolló un catálogo de datos públicos con la idea de promover la transparencia estimulando además la participación, la innovación y el desarrollo económico.
Existe un consenso generalizado acerca de los beneficios de esta dinámica de apertura de datos cuya razón radica, básicamente, en que los ciudadanos puedan acceder a una información que es de carácter público. Pero en el ámbito porteño el alcance de la política resulta en realidad bastante limitado. Para el caso los 22 datasets (conjuntos de datos) de movilidad y transporte se reducen en algunos casos a meros listados (como bicicleterías, oficinas para tramitar el boleto estudiantil o comercios con beneficios a ciclistas), mientras que en otros aparecen muy desactualizados, como en el ejemplo del flujo vehicular en las unidades de peaje de las autopistas, cuyos últimos registros corresponden a 2015.
“La iniciativa de datos públicos y transparencia es buena, aunque la información respecto del subte y el premetro no reúne la sencillez ni la síntesis mínima para el usuario”, señala Julio Rearte, geógrafo integrante del Programa Interdisciplinario de la Universidad de Buenos Aires sobre Transporte.
Una demora imperdonable si se quiere hablar de Buenos Aires como ciudad inteligente es la ausencia de una aplicación para smartphones que permita a los usuarios saber con precisión a qué hora arribará el próximo colectivo a determinada parada. Si bien existen ya aplicaciones privadas que ofrecen datos sobre el transporte y el tránsito en la ciudad, todavía sigue faltando una solución gestionada no a través del auxilio de los usuarios (que puede ser muy útil, pero que por el momento demuestra ser incompleto), ni por medio de unas pocas empresas (lo que termina resultando útil a una ínfima cantidad de pasajeros), sino a través de la autoridad estatal correspondiente, que toma toda la información de las empresas, la centraliza y la convierte en datos para la totalidad de los usuarios del transporte público.
Por Verónica Ocvirk – Página/12 – Cash