Con planes de 80 o 120 cuotas, los beneficiarios obtuvieron el título del inmueble que ocupan desde hace años; el modelo se replicará en otras zonas
Las villas y asentamientos porteños representan ecosistemas complejos. Dinámica, códigos y características diferentes, pero en cada una hay procesos que pueden replicarse en otros para avanzar en los proyectos de urbanización.
Este concepto puede aplicarse en lo que sucede en el sur de la ciudad donde 110 familias ya cuentan con el título de propiedad de las viviendas que ocupan desde hace años. A través de un plan impulsado por la Corporación Buenos Aires Sur Sociedad del Estado y con el respaldo del Banco Ciudad, 43 familias de Los Piletones, 35 de Las Palomas y 32 de 33 Viviendas accedieron a créditos de 80 o 120 cuotas -que van desde los 300 hasta los 700 pesos- para pagar el inmueble.
Si bien no son las primeros titulos que se entregan en barrios de bajos recursos, representan el comienzo de un modelo que se replicará en las villas 20, Rodrigo Bueno, Fraga y 31, donde avanza la urbanización.
«Las escrituras les permiten a los vecinos tener los mismos derechos que cualquier otra persona. Los arraiga definitivamente al lugar», dice a LA NACION la presidenta de la Corporación Buenos Aires Sur, Karina Spalla.
Para llegar a entregar los títulos de propiedad fueron necesarias dos leyes sancionadas en la Legislatura: la 5235, de desarrollo de nuevos barrios en la Comuna 8; y la 5196, de modificación del Código Fiscal. Con la primera se incorporó al Código de Planeamiento Urbano las normas urbanísticas. La segunda permitió facilitar el proceso de escrituración para vecinos que viven en villas y asentamientos.
Más de 82.000 familias habitan en 42 barrios de este tipo en la ciudad, según el último relevamiento hecho por la ONG Techo. Muchas de ellas también podrían acceder a créditos para llegar a la vivienda propia. «El modelo de Los Piletones es muy bueno y estamos tomando elementos para aplicar en otros barrios, aunque cada uno tiene particularidades diferentes. Todos los proyectos de integración socio urbana que está liderando el gobierno culminan con un título de propiedad que la gente terminará pagando en el tiempo», explicó el titular del Instituto de la Vivienda, Juan Maquieyra. Los trabajos más avanzados son en las villas 20, Rodrigo Bueno y Fraga.
LA NACION entrevistó a tres vecinos que accedieron al título de la vivienda y que ocupan desde hace años . A continuación, sus historias:
C. Amaya. «Tengo algo para dejarles a mis hijos»
Foto: LA NACION / Ricardo Pristupluk
Hay personas que abrazan como abuelas y María Cristina Amaya es una de ellas. Su mirada transmite agradecimiento y paz, quizás por tener entre las manos el título de propiedad que tanto esperó. «Ahora puedo decir que es mi casa. Sé que cuando ya no esté a mis hijos les dejaré un techo propio y no tendrán que andar de un lado para el otro. Ese es el principal motivo de mi emoción y por eso estoy agradecida. No pensaba que después de tantos años se iban a acordar de nosotros porque no existíamos para nadie», cuenta, pausadamente, dándole tiempo a su voz para recuperarse de la emoción.
Tres perros y un gato dan vueltas entre sus piernas y se suben a un sillón que está en el living de esa casa del barrio 36 Viviendas, que se originó en 2000 cuando las familias que vivían en un asentamiento bajo una autopista fueron relocalizadas en inmuebles nuevos a través de un convenio entre la empresa AUSA y el Instituto de la Vivienda.
«No teníamos escritura, nos dieron simplemente un papel precario que nos impedía vender, alquilar o poner negocios. Nos dejaron acá y nos fuimos arreglando entre nosotros, con los medidores de luz y las otras necesidades del barrio. En algún momento dijeron que nos iban a sacar con topadoras. Cualquier ruidito que escuchábamos nos asomábamos a la puerta con miedo. Vivíamos con incertidumbre porque nos dieron un techo que nos podían sacar», dice.
Antes de la modificación del Código de Planeamiento Urbano, que permitió empezar el proceso de escrituración, el barrio aparecía como espacio verde. «Cuando íbamos a hacer un trámite nos sentíamos muy mal porque nadie sabía donde vivíamos, ni siquiera aparecíamos en los planos», cuenta con una sonrisa. Luego de golpear varias puertas, hasta la de la Defensoría del Pueblo, lograron el objetivo con el proyecto de la Corporación Buenos Aires Sur y el Banco Ciudad.
«¡Es un milagro! Eso decimos cuando nos juntamos a matear con los vecinos. Es un sueño, todavía no caemos, nos ha cambiado la vida a todos. Ahora existimos y dejamos de ser arbolitos con nombres.»
M. Araujo. «El título es como un tesoro»
Foto: LA NACION / Ricardo Pristupluk
La despensa de María Graciela Araujo da a una calle que ya no se inunda. Tiene vereda, asfalto, pasan autos y motos, los vecinos pueden caminar sin embarrarse. El único obstáculo que encuentran los vehículos son los montículos de tierra y arena que dos hombres están entrando en la planta alta de la vivienda en expansión. Por el título de propiedad que recibió hace pocos meses, Araujo y su esposo se animaron a ampliar la casa, donde viven hace 20 años cuando llegaron desde Paraguay.
«En ese entonces pagamos 6000 pesos por el terreno. Hicimos esta casita con mi marido, de a poco, yo lo ayudaba, paleaba, y cuando estuvo lista, nos mudamos», recuerda, apoyada en la pared de su comercio que atiende desde que dejó su otra actividad: limpiar casas en otros barrios. «¿Papeles? No, nadie entregaba papeles. Teníamos un amigo que vivía en la manzana siete y nos vendió esto. Todo el barrio creció en la irregularidad. Alguien decía: «¿querés este lugar?»y te lo vendía. Por eso, ahora vivimos un sueño», cuenta.
Esta nueva realidad encuentra a varios vecinos de Los Piletones ante la posibilidad concreta de pagar por el terreno donde construyeron su vida, dejar de ser usurpadores, convertirse en dueños y poder acceder al derecho de la casa propia.
«Era complicado no tener el título porque no se podía dejar la casa sola si nos íbamos de viaje. ¿Porqué? ¿Y si alguien se metía? No podíamos reclamarle a nadie», se pregunta y responde al mismo tiempo María, sin dejar de observar cómo avanza la obra en su vivienda. Su intención es que a la planta alta se mude uno de sus cuatro hijos que ya está en pareja. «El título es como un tesoro porque también se complicaba para los trámites, para el banco, para todo, no teníamos cómo defendernos».
El barrio Los Piletones es famoso por el trabajo de Margarita Barrientos en su comedor. Además el barrio fue uno de los primeros en recibir las obras de urbanización. «Está hermoso, se ve ordenadito. Antes volaban chapas, cascotes por todos lados. No tengo más palabras, mi casita quedó muy hermosa», dice sonriendo.
P. Encina. «Antes no decía dónde vivía»
Foto: LA NACION / Ricardo Pristupluk
Mientras termina de cocinar las milanesas para llevarle a su hija que está estudiando, Pastora Encina piensa y no duda. «Nunca decía dónde vivía porque la villa no existía para nadie», dice, y sale en moto con la vianda ya preparada.
Para ella y sus cinco hijos tener el título de propiedad significa pertenecer, definitivamente, al lugar donde viven hace 15 años cuando compró un terreno por 2500 pesos. «Ahora, cuando hago trámites y me preguntan la dirección ya no invento nada, digo calle Plumerillos, Los Piletones. Nunca podía contar dónde vivía, tampoco hacer trámites o sacar un préstamo en el banco», recuerda.
Ella vive con sus hijos en una de las plantas de la vivienda; en la otra, su ex marido, de quien está «por ahora, separada», aunque eso no es un problema para la familia.
Cuando Encina llegó al barrio fue testigo de la decadencia y la marginalidad. Vivió el proceso de transformación y las primeras acciones de la urbanización. La entrega del título de propiedad a los vecinos, que debieron acceder a un crédito bancario y un plan de cuotas, es el punto final de un proyecto que se inició con la apertura de calles, mejoras en la infraestructura, instalación de servicios básicos y puesta en valor de las viviendas.
«Cuando vinimos al barrio era un asentamiento muy precario, muy feo, muy triste todo», comparte. «Ahora se lo ve mejor, a las calles, principalmente, porque no se podía salir ni entrar, no podíamos tener nada porque no había entrada. Ni las ambulancias venían», agrega Pastora.
Llegar al título de propiedad no fue fácil porque demandó una planificación de entre seis y ocho meses. Durante ese tiempo se confeccionaron legajos de las familias y se hicieron reuniones participativas con los vecinos hasta llegar a un acuerdo. Había que pagar, y al principio no todos estaban a favor. «El proceso fue un poco largo, con muchas reuniones, con gente en contra y a favor, y algunas trabas. Ahora estamos todos de acuerdo en que esto avance», resume, pero con la satisfacción de haber dado un paso importante en su vida.
Mauricio Giambartolomei – LA NACION