El propósito del derecho es establecer reglas, que han de ser claras y predecibles. En economías desarrolladas la seguridad jurídica se traduce en un marco que permite el cambio espontáneo, desde la adaptación permanente a la destrucción creativa. En otras, como la nuestra, con años de convivir con estados de excepción permanente y desprecio a la ley, el orden normativo debe cumplir un rol previo: el del cambio estratégico que activa.
Esta afirmación es especialmente cierta para la actividad minera, que se caracteriza por dos notas distintivas, que deben servir de marco ineludible: son inversiones de alto riesgo y largo plazo, de un lado; del otro, el carácter no renovable y por tanto finito de sus recursos.
Ferdinand Braudel proponía analizar la historia de la economía desde tres hitos: el tiempo corto, el medio y el de larga duración. Ese orden temporal es propicio para una mejor comprensión de los cambios institucionales y legales que debieran implementarse para llevar a la actividad minera a su mejor y máxima expresión en el país.
Se debe partir de lo más importante, aunque menos visible: la justicia, particularmente la Corte Suprema de Justicia. El jurista Rafael Bielsa lo explicaba mejor que nadie con una frase casi de perogrullo: si la justicia anda bien, decía, aunque todo ande mal, todo va a andar bien; si la justicia anda mal, aunque todo ande bien, todo va a andar mal. Se pueden dictar normas de toda índole, emitir compromisos verbales y escritos, pero es a fin de cuentas la justicia la que determina si tienen o no algún valor. Con toda razón es lo primero que considera la inversión de largo plazo, como la minera.
Hay dos lugares vacantes en el máximo tribunal. Deben llenarse con gente proba, dispuesta, por lo demás, a poner a la justicia a cumplir su rol de servicio y no de privilegio. De dar respuestas prontas y a tiempo, por aquello de que justicia que llega tarde no es justicia. Este es una necesidad neurálgica y perentoria para la minería y la sociedad toda. No es cuestión, por lo demás, de ampliaciones: esta institución central no puede ser un botín de reparto de la política.
Si hay una norma que genera a nivel nacional incertidumbre es la ley de glaciares, en particular el artículo que regla el concepto de ambiente periglaciar. La mayoría de las minas (especialmente las de cobre) están en las altas cumbres cordilleranas, asentadas en zonas que con la actual norma podrían considerarse alcanzadas por el concepto, dependiendo de la buena voluntad de la autoridad administrativa, que podría convertir un derecho en una utopía. No es difícil comprender que una inversión de varias décadas no puede estar sujeta a tamaña inseguridad jurídica.
La ley debe ajustarse. Los recursos son de las provincias por definición constitucional; los presupuestos mínimos los establece la Nación. Debiera definirse con precisión el concepto de periglaciar, objetivarlo en base al impacto en la cuenca hídrica. Es la manera de legislar armonizando derechos que no deben ser concebidos desde la incompatibilidad sino desde la armonía: la explotación minera junto con el cuidado del agua, el ambiente y el respeto por las comunidades.
Esta afirmación es especialmente cierta para la actividad minera, que se caracteriza por dos notas distintivas, que deben servir de marco ineludible: son inversiones de alto riesgo y largo plazo, de un lado; del otro, el carácter no renovable y por tanto finito de sus recursos.
La asimetría se traduce en demoras para permisos ambientales que lo ralentizan todo, sin mayor explicación. Lo mismo ocurre con la inscripción de contratos para la circulación de la riqueza en los juzgados de minas, como es el caso de las cesiones y los usufructos. Se puede seguir con permisos de exploración que deben renovarse anualmente, so pena de multas millonarias, y planes de inversión por minas y no por proyectos.
Habría que rever estos regímenes provinciales. Pensar en un compendio acorde con los tiempos, que asegure la ya destacada armonía entre derechos que no son ni debieran ser interpretados como incompatibles. Tomando como referencia dos conceptos centrales en el servicio de la administración pública: eficiencia y eficacia. Hacer que las cosas pasen, y pasen bien. Y sumando un principio de rango constitucional que debe ser un pilar para el desarrollo del país: el federalismo de concertación. Hay mesas inter provinciales (es el caso del litio) que ya han avanzado en esta dirección, marcando una línea que habría que profundizar.
Por último, no se puede perder de vista el largo tiempo histórico: toca mirar más allá de las narices del presente, desde la premisa que siendo recursos no renovables los mineros, su producido no debiera extinguirse en el aquí y ahora sino proyectarse con un criterio intergeneracional. Para ser más concretos, las regalías podrían conformar fondos soberanos provinciales con asignación específica, administrados por un directorio profesional e independiente. El caso del fondo soberano noruego es el mejor ejemplo; no es el de algunos fideicomisos provinciales del pasado, que justamente carecieron de estos dos requisitos de independencia y destino preestablecido. Estamos hablando de educación y de infraestructura para ser bien puntuales, como destino principal y sostenido de esos dineros.
La minería es parte de la cultura y la historia del país, desde las provincias cordilleranas que tienen la oportunidad enorme de retomar su pasado, de modo que sirva de punto de apoyo para un presente distinto y un futuro promisorio. Está todo dado para una minería sustentable en Argentina. Al decir del gran Ortega y Gasset, argentinos, a las cosas