Una de las claves es tener claro que el hilo conductor -eso que aquí llamamos “el hilo rojo”- es la protección ambiental: el ambiente es el impulsor de cambios, pero al mismo tiempo es su límite.
En la actualidad, el proyecto está en construcción -no exento de rumores en relación con su continuidad-, pero con un ojo del Estado vigilando que el macá tobiano pueda sobrevivir a este trastorno de su hogar. El proceso generó un antecedente importante: visibilizó los riesgos de no tener en cuenta todos los marcos ambientales al pensar una obra que proyecta la generación de 1.310 MW de energía.
En el suelo, por su parte, está el litio, el mineral estrella de la transición energética. Con el crecimiento de su extracción se han señalado también impactos negativos para el ambiente: la explotación mayoritaria utiliza mucha agua y no se tiene demasiada información sobre cómo ese uso afecta los recursos hídricos de la zona. La escalada de cuestionamientos ha llevado a que la Corte Suprema de Justicia de la Nación -tal como lo hizo en el caso de las represas hidroeléctricas patagónicas- le exigiera a Salta, Jujuy y el Estado Nacional información sobre los permisos de exploración y/o explotación de litio y borato en la cuenca de Salinas Grandes y Laguna de Guayatayoc. En ese requerimiento, la CSJN destacó la importancia del respeto a la unidad de las cuencas hídricas, así como los principios Pro Natura y Pro Aqua: en caso de duda, se debe resolver de manera tal que se favorezca la protección y conservación del ambiente así como del recurso hídrico.
Aun así, necesitamos el litio. Lo necesitamos para paneles y para baterías de autos eléctricos que permitan ir abandonando el uso de los nocivos combustibles fósiles. Lo necesitamos, en fin, para la lucha contra el cambio climático, pero no podemos dañar el ambiente en nuestro afán de extraerlo. He aquí el hilo rojo de la transición energética: la protección ambiental, que es el impulso para las transformaciones que exige el presente para mantener nuestra vida tal y como la conocemos. Tenemos que cambiar la manera en que producimos energía: no hay otra salida. Para eso, necesitamos desarrollar obras: parques solares, molinos eólicos y sí, en algunos casos, represas hidroeléctricas.
Para ejecutar esas obras, se requiere que se identifiquen, evalúen y mitiguen los potenciales impactos que esa obra puede causar al ambiente. Y no solo en el presente, en el corto y mediano plazo: tenemos que evaluar impactos en nombre de las generaciones por venir. Es decir, el ambiente es el impulso para las transformaciones y, al mismo tiempo, es el límite a esas transformaciones. En el caso de los minerales que se necesitan para modificar la tecnología en el transporte –el litio hoy, el cobre mañana– se aplica la misma regla.
De hecho, todas las provincias tienen una ley que regula el procedimiento para evaluar el impacto ambiental y las dependencias encargadas de hacerlo. En principio, estamos entonces cubiertos regulatoria y ejecutivamente para avanzar con las obras y proyectos que demanda la transición. Sin embargo, el problema se presenta en aquellos casos en donde la implementación se complejiza. Esto sucede cuando leyes previas a 1994 -año en que la Constitución reconoció el dominio originario de los recursos naturales a las provincias- coexisten con las normas provinciales. Es el caso específico de la Ley de obras hidráulicas, que fue la norma utilizada por la CSJN para intervenir en las represas en Santa Cruz: preveía una intervención nacional -Poder Ejecutivo y audiencia en el Congreso- a pesar de que las provincias son las autoridades ambientales naturales, y su aplicación se extiende tanto a represas en construcción como a las ya construidas. Teléfono para los gestores gubernamentales de 2024: varias concesiones de centrales hidroeléctricas importantes para el país están próximas a vencer, luego de varias prórrogas (Alicurá, El Chocón, Arroyito, Cerros Colorados y Piedra del Águila). La Ley 23.879 se encuentra viva y coleando – no fue incluída en los recientes paquetes de reforma , lo que implica que las competencias para realizar esta tarea, -que no es más que decir quien es responsable de hacerlo- continúan en el mismo intríngulis jurídico que en 2016.
La relevancia de este punto no es solo un aspiracional ambientalista. El no prestar atención a la gobernanza de estos temas tiene efectos económicos concretos: obras paralizadas, inversiones que no llegan. Y las represas del río Santa Cruz no son un caso aislado en términos de cuestionamientos ambientales. Tenemos, por ejemplo, el caso de la explotación offshore, cuyos primeros procedimientos ambientales atravesaron varios impasses debido a una serie de medidas cautelares. En Río Negro la construcción de un gasoducto para transportar hidrocarburos provenientes de Vaca Muerta llevo a planteos de la ciudadanía relacionados con el nivel de (des) protección en el que quedarían las costas del Golfo San Matías hasta la Península de Valdés al habilitar el transporte hidrocarburífero en sus aguas. El miedo a la judicialización no debiera ser la primera razón para empujar reformas institucionales, pero no anula su relevancia.
Para entender los desafíos de la transición energética, una de las claves es tener claro que el hilo conductor -eso que aquí llamamos “el hilo rojo”- es la protección ambiental: el ambiente es el impulsor de cambios, pero al mismo tiempo es su límite. Desde el inicio, la demanda de energía que justifica un proyecto es interpelada por la pregunta de cuáles son los medios -y efectos- que va a producir para generarla, sean en la fría Patagonia o en la desafiante Puna. Para responder a esas preguntas tenemos que conocer las normas involucradas, las características de los proyectos y las comunidades en las que impacta. Hoy es el planeta quien impone los límites, pero no el grado de responsabilidad y la velocidad con que ejecutamos las transformaciones en la carrera contra el cambio climático. Eso está de nuestro lado.
Investigadora de Recursos naturales de Fundar