El federalismo no se negocia

La democracia argentina atraviesa por estos días una nueva tensión. No es la primera vez que ocurre, pero sí es preocupante la manera en que se presentan las diferencias entre el Poder Ejecutivo Nacional y las provincias.

Antonio Marocco

Más allá de los colores políticos, los gobernadores del país han alzado su voz para exigir lo que corresponde: un reparto justo de los recursos coparticipables, los ATN y el impuesto a los combustibles. Y la respuesta no fue precisamente el diálogo, sino una acusación impropia de quien conduce los destinos de la Nación: “los aliados me clavaron un puñal”, dejó trascender el presidente Javier Milei.

Esa frase no es solo una metáfora desafortunada, es también una forma de ver la política como campo de batalla, donde todo se divide entre amigos y enemigos, entre leales y traidores. Un lenguaje beligerante que deja poco margen para los consensos y ninguna posibilidad para la construcción colectiva. Pero gobernar no es librar una guerra ni blindarse en una trinchera ideológica: gobernar es asumir responsabilidades y gestionar recursos respetando el pacto federal que da forma a nuestra República.

La coparticipación no es un favor que la Nación les concede a las provincias. Es el resultado de un sistema solidario y constitucionalmente acordado que garantiza la equidad territorial, para que los argentinos —vivan donde vivan— tengan acceso a derechos básicos: salud, educación, infraestructura, seguridad. Cuando esos fondos se restringen arbitrariamente o se usan como moneda de castigo político, lo que se vulnera no es solo un acuerdo institucional, sino la vida concreta de millones de personas.

Desde Salta, el gobernador Gustavo Sáenz lo ha dicho con claridad: no se trata de confrontar, sino de reclamar lo que legítimamente corresponde. Las rutas nacionales que pasan por Salta están en un estado deplorable, causando demoras, accidentes y sobre todo la pérdida de valiosas vidas humanas. Pedir por su mantenimiento no es un capricho ni una traición, es una urgente necesidad ante el incumplimiento del destino que deberían tener los fondos del impuesto a los combustibles líquidos, tributo que el Gobierno Nacional cobra a todos los argentinos y luego no transfiere a las provincias ni a los organismos que establece la ley.

No se debe gobernar con amenazas, con ajuste selectivo o con frases grandilocuentes que confunden liderazgo con imposición. El diálogo es una herramienta política, pero también un deber democrático.

El federalismo es, ante todo, una forma de humanismo. Porque reconoce la diversidad de nuestro país, respeta las realidades locales y construye unidad sin imponer uniformidad. Por eso defendemos un modelo federal, solidario y equitativo. Porque no hay Nación fuerte sin provincias fuertes. Y no hay Nación posible si el Estado se convierte en un lugar para unos pocos.

En estas semanas se ha hablado mucho de traiciones. Pero en realidad lo que está en juego no es una alianza partidaria ni un pacto de conveniencia, sino el contrato social que nos une como país. El mismo que exige responsabilidad institucional, madurez política y respeto por las reglas de juego. La gobernabilidad no puede ser una extorsión permanente. Es, o debería ser, una construcción cotidiana que se alimenta con gestos concretos, con políticas públicas, con mirada a largo plazo.

Muchos argentinos votaron un cambio. Y ese mandato debe respetarse, nos guste o no. Pero el cambio no puede ser una demolición sistemática del Estado ni una revancha ideológica contra todo lo construido. Cambiar es transformar, no destruir. Es corregir errores, no desmantelar derechos. Y es, sobre todo, hacerlo sin perder de vista el rostro humano que hay detrás de cada decisión.

La historia argentina nos ha enseñado que los excesos del centralismo siempre terminan mal. Que las imposiciones duran poco y que los pueblos, más temprano que tarde, hacen valer su dignidad. Por eso es momento de bajar el tono, de abrir los oídos y de recordar que nadie gobierna solo

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