En la lucha por sobrevivir en la provincia de Buenos Aires, las carencias materiales y la violencia diaria afectan a todas las familias por igual
Nada más alejado de las funciones del Estado, que la promoción de la felicidad. Desde tiempo inmemorial, su búsqueda ha sido materia de filósofos y moralistas (Aristóteles, Epicuro, Séneca o Immanuel Kant) deseosos de encontrar la fórmula para la realización plena de las personas, como individuos. Ramón “Palito” Ortega, con menos credenciales académicas, la definió bien en una canción que, desde 1967 hasta ahora, incidió más en los argentinos que las cavilaciones del Estagirita, aunque ambos coincidieron en que se trata de un logro íntimo y no de una propuesta política.
La búsqueda de la felicidad, como derecho inalienable (“pursuit of happiness”) se encuentra en la Declaración de la Independencia de los Estados Unidos (1776) y fue incluido allí por Thomas Jefferson (1743-1826), seguidor de John Locke (1632-1704), el filósofo británico considerado padre del liberalismo anglosajón. Configura un límite a la acción del Estado y, como tal, una garantía frente al intervencionismo oficial.
En las antípodas de la concepción liberal, algunas naciones donde los derechos individuales están cercenados, crearon ministerios “de la felicidad” para influenciar en el ánimo colectivo de forma positiva, cuando la falta de recursos o de libertades la malogran. Así lo hicieron el aislado reino de Bután, el estado indio de Madhya Pradesh, la paupérrima Venezuela y los Emiratos Arabes Unidos, por solo tres años. En Rusia, Valentina Matviyenko, presidenta del Senado, lo propuso a Vladimir Putin para filtrar acciones de gobierno en función de su aporte a la felicidad colectiva. Como ex KGB, a Putin le gustó la idea, pero la población lo desaprobó y la propuesta se archivó.
Cualquiera sean las preferencias sexuales de quienes habitan la Argentina, todas las personas integran un colectivo aún mayor: su condición humana. Necesitan alimentarse, cubrirse, curarse
Por eso sorprendió Cristina Kirchner cuando invocó el derecho a la búsqueda de la felicidad, concepto inherente al ideario liberal, al defender los reclamos de los distintos colectivos que marcharon “contra el fascismo” en repudio del discurso de Javier Milei en Davos. En su posteo en la red social de Elon Musk titulado “Los límites” declaró que para ella el derecho a la prosperidad y a la felicidad son “límites” que el Presidente no puede violar y, si lo hiciera, deberá rendir cuentas por ello.




Pero al mirar la realidad por la pequeña rendija de su picardía discursiva, omitió considerar la escena completa. Cualquiera sean las preferencias sexuales de quienes habitan la Argentina, todas las personas integran un colectivo aún mayor: su condición humana. Como tales, necesitan alimentarse, cubrirse, curarse. Como dijo alguna vez Raúl Alfonsín: “Con la democracia se come, se cura y se educa”. Aunque no supo, no quiso o no pudo hacerlo realidad por un Plan Austral falto de reformas estructurales.
John Locke le hubiera enseñado a su inesperada prosélita y también al doctor Alfonsín, que la satisfacción de las necesidades básicas requiere la vigencia de los clásicos principios que inducen a trabajar e invertir en provecho propio. Son condición previa para la seguridad material y lograr así la libertad para buscar la felicidad. En términos de nuestra arquitectura constitucional, Juan Bautista Alberdi diría que son los derechos de primera generación – aquellos que el kirchnerismo desdeña como de “derechas” – los que permiten sufragar los segundos, que requieren gasto público.
La satisfacción de las necesidades básicas requiere la vigencia de los clásicos principios que inducen a trabajar e invertir en provecho propio
Los “nuevos derechos” cuyo recorte presagia la jefa del peronismo, presuponen la existencia de los primeros, de mayor impacto sobre la vida cotidiana de la gente. Los que permiten comer, abrigarse, vestirse y curarse. Los que permiten trabajar y ejercer toda industria lícita, producir riqueza, ahorrar, invertir y pagar impuestos para sostener la estructura del Estado. Las labores diarias se desarrollan gracias a derechos mucho más generales y más amplios que aquellos y no fueron creados en los últimos 22 años, sino que existen desde hace 172. A partir de esa base institucional creció la economía, se expandió la educación, surgió una clase media y sobre esa plataforma de prosperidad fue posible incorporar luego derechos sociales y colectivos.
La hiperinflación durante el último gobierno kirchnerista arrasó con los nuevos derechos, con los derechos históricos, con los ya maduros y con los recién nacidos. Dinamitó los individuales o de primera generación; los sociales, de segunda, y los colectivos, de tercera. Nadie pudo entonces buscar la felicidad, sino alimentos en la basura, favores de Tolosa Paz o canjes de sumisión por dádivas de Juan Grabois o de Eduardo Belliboni
Recordemos a la locuaz “Cristina” que no es necesario derogar leyes para restringir, privar, reducir o quitar derechos, como ella lo presagia. Basta con emitir moneda sin respaldo hasta dejarla sin valor. La hiperinflación durante su último mandato por interpósita persona arrasó con los nuevos derechos, con los derechos históricos, con los ya maduros y con los recién nacidos. Dinamitó los individuales o de primera generación; los sociales, de segunda y los colectivos, de tercera. Nadie pudo entonces buscar la felicidad – que es su “límite” –, sino alimentos en la basura, favores de Tolosa Paz o canjes de sumisión por dádivas de Juan Grabois o de Eduardo Belliboni.
Aunque ahora parece olvidarlo, el “plan platita” de Sergio Massa, cuyas consecuencias sufre aún el ministro Luis Caputo, rompió las reglas de convivencia suplantando los intercambios pacíficos por entraderas, robos y saqueos. Sin recursos para hacerlos valer, tanto los derechos nuevos como los clásicos dejaron de tener vigencia.
En la Provincia de Buenos Aires, con más de un tercio de la población argentina, subsiste el experimento kirchnerista signado por el desborde fiscal y la corrupción en todos los poderes del Estado. Afortunadamente, Axel Kicillof no tiene acceso a la emisión monetaria ni al endeudamiento externo para terminar de demolerla.
¿Derecho a la felicidad? En la lucha por sobrevivir en el conurbano, las carencias materiales y la violencia diaria afectan a todas las familias por igual. De nada vale ser lesbiana, gay, bisexual, transgénero, queer, intersexual o asexual para preservarse de los dolores de la miseria. Sin agua corriente, sin cloacas, sin asfalto, sin iluminación, sin transporte digno, sin turnos en los hospitales y sin seguridad en los barrios, de nada valen los derechos de papel que la jefa del peronismo reivindica con arrogancia. Mientras allí, donde gobierna su mejor discípulo, el derecho a la felicidad de los colectivos LGTBIQ+ ha sido arrasado por la igualación regresiva de la ley de la selva.
LA NACION