Caletas, acantilados y costas salvajes.El hospedaje marítimo que guarda increíbles historias de náufragos y exploradores

CAMARONES, Chubut.– “Estas playas producen hormonas de felicidad”, dice Soledad Pérez Gallo, guía naturalista. Se refiere a las que están en la costa menos conocida de Chubut, salvajes y vírgenes, apartadas de todo rastro de civilización y protegidas por una naturaleza espinosa, de caminos áridos y costas dentadas de restinga, caletas y acantilados.

Texto Leandro Vesco // Fotos Alejandro Guyot

 Las playas de la Patagonia Azul guardan uno de los mayores secretos: el Isla Leones Camps, una minúscula comunidad de 12 seres humanos frente al escénico y solitario mar argentino. La postal es mínima frente a la cruda y avasallante belleza. Seis pequeñas casitas de chapa, madera y vidrio, casi imperceptibles desde la distancia, muy cómodas, pensadas para resignificar la magnitud de este contraste, se presentan como una composición de un dibujo infantil, lo asombroso es que son reales. “Bienvenido al paraíso”, recibe, resuelta, María Mendizabal, coordinadora de turismo de la Fundación Rewilding, a cargo del lugar. “Sólo hay doce camas, por más que estemos llenos, nunca somos más de doce”, dice. “No hay ruidos”, agrega Pérez Gallo, para enfatizar la sorpresa. El Camps es un hospedaje de naturaleza que está en el portal Isla Leones del Parque Patagonia Azul. Frente a esta costa se desprenden un rosario de más de 60 islas, configurando un archipiélago que ha sido el terror para los marinos en la antigüedad. Cada isla, muchas se ven frente a las casitas, es un mundo. La diversidad de especies que viven en cada una, junto con el litoral costero y la estepa vuelve a este territorio un santuario de paz natural. “Un viaje hasta acá es comparable a nivel internacional con uno a las Islas Galapagos y a nivel local, con ir a la Isla de los Estados, o las Malvinas”, aseguran desde Rewilding. “En lugares así, de tanta soledad, tomas decisiones”, dice Pérez Gallo, que conduce a los visitantes por los distintos senderos. Para llegar hasta el Camps es necesario un viaje por la aridez de la estepa. Está a 30 kilómetros de Camarones y se accede por la ruta 1, o Ruta Azul, la única costera en el país, su traza va siguiendo la antojadiza geografía de un camino que perteneció a la estancia El Sauce y estaba vedado al público. Rewilding la compro y abrió un portal de libre acceso. La ruta 1, comprable a la Pacific Coast Highway, de California, o la Great Ocean Road, de Australia, entrelaza cuatro portales, el de Rocas Coloradas, Bahía Bustamante (en enero abren el Camps Marisma), el de Isla Leones y, más al norte, el de Punta Tombo. Son 450 kilómetros que atraviesan “los paisajes de mayor belleza de la Patagonia marítima”, dice Mendizabal.

foto AML
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Secreto
Las playas de la Patagonia Azul guardan uno de los mayores secretos: el Isla Leones Camps, una minúscula comunidad de 12 seres humanos frente al escénico y solitario mar argentino

“Cierren los ojos… ahora ábranlos”, así presenta Mendizabal el deslumbrante espectáculo que se ve cuando se llega hasta una elevación en el camino. Debajo del tono dorado del pastizal se ve el horizonte azul intenso de nuestra pampa liquida, el mar. La visión, enmudece hasta que un travieso piche cruza por la línea de ese punto de fuga, y la mirada se pierda en la estepa, el exoesqueleto agrietado de la Patagonia. “Muchas personas que vienen son conscientes de la locura en la que viven en la ciudad”, afirma Pérez Gallo. “Acá desaceleras”, sentencia. Al bajar por el camino, una suave pendiente muestra las casitas, tiny houses patagónicas, en la línea de la franja intermareal. Una pequeña bahía protegida por un promontorio de piedra colorada y paredones que sirven para hacer saltos al mar, que aquí es de un tono esmeralda. Cuando baja la marea, quedan piletas naturales con pisos de algas donde se puede hacer snorkel en un gran acuario natural. “Podes elegir tu propia playa virgen”, dice Pérez Gallo. Las incontables caletas y pequeñas bahías forman estas pequeñas e íntimas playas. El sentido de exploración se activa. La Bahía Arredondo es una de ellas. Cuando baja la marea, un puente natural de piedras la conecta a un farallón que se convierte en isla con la marea alta. La playa no tiene arena. Está cubierta con conchas de almejas y mejillones. El reflejo del sol genera un tono nacarado que la vuelve brillante. Aquí el mar se calma, y la cristalinidad del agua es surreal. Se pueden ver a simple vista estrellas de mar.

Un lugar aislado y salvaje

Isla Leones Camps
Desde esta bahía es posible embarcar hacia el universo de islas de la costa salvaje. Dos puntos son paradas obligas: el faro de la isla Leones y la Caleta Hornos, esta última es hechizante. El mar no es amigable, debajo del paralelo 44 la embarcación capea las olas gruesas. El mar de fondo se hace sentir y, atraídas por el motor, de todas direcciones aparecen toninas y delfines. En una orquestada danza marina, entran y salen del agua comunicándose entre ellas con un lenguaje que recuerda sonrisas. “Una ballena”, señala Mendizabal. A pocos metros se ve el spray que se eleva como una columna. Se produce por la expulsión de aire de sus espiráculos. Por lo general se ven en parejas, aunque en la zona de la Caleta su número se eleva. En un momento, el mar es un hervidero de vida. Sobre los peces, sobrevuelan gaviotas, petreles y cormoranes. Las olas golpean la proa. Esta costa accidentada fue el terror de los navegantes. Esta es una de las razones por las cuales siempre quedó deshabitada.
foto AML
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Resguardo
Fondeados en la Caleta Hornos, una pareja de alemanes disfruta de la soledad patagónica

“Como si fuera magia, el mar deja de moverse”, dice Mendizabal en la entrada de la Caleta Hornos, donde está fondeado un velero. En todas las cartas náuticas figura como lugar ideal para hacerlo. Una pareja octogenaria de alemanes que está dando la vuelta al mundo saludan. En el interior de la caleta las aguas se vuelven turquesas. Aquí hay una gran historia para contar. En 1535, el adelantado Simón de Alcazaba y Sotomayor llegó con su embarcación San Pedro y fundó la gobernación de la Nueva León. El lugar no podía ser más inhóspito, el primer obstáculo con el que se enfrentó fue con la falta de agua dulce y alimentos. Formó una expedición y caminando llegó hasta el río Chico, a 150 kilómetros de la costa, que nombró Guadalquivir. Allí vieron a tehuelches que les dijeron de una ciudad hecha de oro. La famosa Ciudad de los Césares. Simón volvió a la costa, pero sus hombres no querían saber nada con caminar en la estepa para buscar esa ciudadela dorada, ni tampoco tenían intenciones de vivir en la Nueva León, ni en este perdido rincón de la tierra incógnita. En las sombras organizaron un motín y lo asesinaron. Dejaron algunos leales a la buena de Dios, de cuyo paradero nadie jamás supo y los demás regresaron al puerto de Sanlucar de Barrameda, en Andalucía, España, de donde habían zarpado. Todo esto se hizo un año antes que Pedro de Mendoza llegara a la costa de la actual ciudad de Buenos Aires. “Nadie se cruza con nadie, no hay seres humanos a la vista”, dice Pérez Gallo. De regreso a la Bahía Arredondo, una familia tiene para ella sola todo este accidente geográfico. Aquí Rewilding tiene un camping con seis parcelas, baños secos, y un refugio con cocina, electricidad, wifi y libros sobre temas vinculados a la reintroducción de especies y mapas de la zona. Todo es libre y gratuito. Del otro lado de la bahía, el Camps Leones es una nave nodriza de silencios.

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Atractivo
Abandonado hace años, el faro de la Isla Leones es un atractivo turístico

Las playas vírgenes son también aromas elementales. La cocina y sus sabores completan el guion de esta descontracturada road movie, que culmina en el sedante mar. Una main house convoca a disfrutar en una mesa singular los platos que se hacen con productos que ofrece la costa y la estepa. Las algas están presentes en este recetario de placeres. Carola Puracchio está detrás de las ollas, fue una de las últimas finalistas del Prix Baron B y tiene un proyecto, “Amar Algas”, que llamó la atención del mundo gastronómico: cocina con algas que ella misma recolecta. Nacida en Camarones, su padre tuvo una fonda de marinos y pescadores. Toda su vida la pasó en el mar y en las ollas. Cuando baja la marea, Carola camina por la restinga y regresa con sus manos repletas de brillantes algas: ulva, undaria y luche, son las que generalmente usa. Recién salidas del mar, y sin ninguna otra escala, se cocinan. Un menú puede incluir: brusquetas de algas, escalopes de mero y mil hojas de algas y papas, mbeyú de algas, nems de mero y estofado de cordero. “Nuestra gastronomía es fresca y de sabores auténticos: acá conoces el verdadero sabor del mar”, dice Puracchio. “Aun cuando el mar está bravo, sigue siendo música”, agrega. Desde la mesa donde se bajan los platos, una ventana muestra la bahía. “Es un cuadro viviente”, confiesa Puracchio, quien el año que viene abrirá un nuevo restaurante en Camarones, con las algas como protagonistas. Silencios y orfandad de voces, los jotes –ave real patagónica– sobrevuelan las casitas del Camps, asombrados por los solitarios aventureros que caminan con pasos lentos, muchos de los que llegan son extranjeros que eligen conocer nuestro país desde este paraíso perdido, pero cada vez llegan más argentinos, incluso chubutenses, que no lo conocían. “Lo que estabas buscando, acá lo encontrás”, asegura Corina Chávez, host del Camps. En su tiempo libre sale a correr por la costa. El mar es una compañía amable, y confidente. “Hablo con él, las respuestas vienen solas”, dice Chávez.

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