«Sueño que sigo en los Andes». Cruzó la cordillera a caballo y pasó siete días desconectada del mundo

Una cabalgata por el mismo camino que emprendió el general José de San Martín hace dos siglos: desde Chile a San Juan. Confesiones de un desafío físico, mental y emocional que resultó épico.

Texto de Ana van Gelderen • Fotos de Sofía Lopez Mañán

Hace dos semanas que volví de los Andes y los sigo soñando, una y otra vez. Sueño que estoy a caballo, en fila, o alrededor de un fogón. Hay polvo y cansancio. “¿Por qué los sueño tanto?”, me digo. Tal vez sea como dice Eugenio, mi sobrino, que me contesta “los atravesaste” cada vez que le pregunto qué hice yo en los Andes. Me gusta que sepa que me metí en las montañas. Que pasé seis noches en carpa, sin señal, electricidad, ni baño. Que tuve un caballo chileno y otro argentino, y que estuve siete horas por día andando. Que éramos un grupo de 17, de todas partes del mundo, algunos más intrépidos que otros. Que atravesé los Andes, sí, pero que, además, los Andes me atravesaron. Y que probablemente por eso los sigo soñando.

Disquisiciones previas

Yo no soy muy audaz. Para mí, esto no era un sueño de toda la vida, ni me considero una buscadora de desafíos. Sin embargo, alguna vez le comenté a mi editora, como al pasar, que “podría estar bueno” hacer el cruce de los Andes. Ella se contactó con Eduardo Finkel, creador de Pioneros Cabalgatas, que nos propuso primero hacer una prueba en Salta, pasando una semana entre los Valles Calchaquíes y un sector más verde de monte. Volví lista para enfrentarme a la gran hazaña: los Andes. Pasé noviembre, diciembre y enero preparándome; buscando herramientas materiales, emocionales y espirituales para superar el “gran cruce”. “Más allá de lo físico, ¿mi psiquis podrá con esto?”, me preguntaba. “Todos podemos cruzar los Andes, siempre que estemos mentalizados en que podemos”, aseguró Eduardo la noche previa a la partida, como si pudiera escuchar mis pensamientos. A esa altura, ya estaba jugada. Nos encontrábamos en el restaurante del Hotel Plaza de la ciudad de Los Andes, Chile. “Para estar acá no hay que ser un gran jinete ni experto en camping… Todos podemos cruzar los Andes”, repitió. “Sepan que a lo largo del camino vamos a experimentar crisis personales. Cuando sucedan, lo único que tienen que recordar es que esto quieren hacerlo”, agregó, y yo asentí. No fui la única, también lo hicieron mis flamantes compañeros de aventura. “Mañana, después de tres horas de preparativos, tendremos cinco horas de cabalgata. Va a ser un día difícil”, advirtió antes de repartir las alforjas que, al día siguiente, cargué con mi ropa, documentos, baterías de celular, elementos de higiene, linterna y no mucho más, porque para cruzar la montaña hay que ir livianos. ¡Ah! Cargué también mi cuaderno de notas para registrar datos y sensaciones antes de dormir.

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Ana van Gelderen y Sofía López Mañán con las alforjas cargadas y listas para la aventura.

DÍA 1

LA PUESTA EN MARCHA

Efectivamente, este primer día fue difícil. Dejamos el hotel a las diez de la mañana y nos subimos a una combi para ir al encuentro de los caballos, en el puesto Los Patos. Hicimos una parada en Putaendo, la ciudad que le da nombre al valle, donde hay una plaza con un caballo de bronce junto al aguaribay que, según dicen, el general José de San Martín eligió para atar su mula después del gran cruce. Zona de banderas chilenas por doquier, Putaendo se siente –y se sabe– parte fundamental de la gesta libertadora. Parece que, en 1817, tras atravesar los Andes, el general llegó con los caballos diezmados, algunos habían muerto en la montaña, y los lugareños cedieron los suyos para la batalla de Chacabuco. “Lo del caballo blanco es sólo un cuadro. San Martín cruzó los Andes en mula, al igual que sus generales. Los soldados iban a pie. Y los caballos que llevaron y llegaron eran para las batallas”, contó Eduardo sobre aquel periplo épico de 20 días. Me enorgullece pensar que entre aquellos generales estaba Félix Olazábal, tatarabuelo de mi abuelo materno.

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El grupo de jinetes de todas partes del mundo.

Una vez en Los Patos, los animales nos esperaban en un palenque y ya no teníamos señal de celular. Aquí estaban Delfín y Federico Flores, dos baqueanos que trabajan con Eduardo y que conocían de mi experiencia en Salta. Durante el almuerzo descubrí un poco más a las personas que viajaban conmigo y qué las motivaba a hacerlo. Éramos 17, contando a Sofi, mi compañera fotógrafa y documentalista. Charlé con Sonja Heinrich, una bióloga alemana que vive en Escocia porque trabaja en la universidad de San Andrés, y habla muy bien español porque estudia delfines y ballenas en Chile. También estaba Morgan van Overbroek, que nació en Bélgica, vive en Suiza –donde es presidenta de la Asociación de Polo– y “su corazón está en Argentina”, porque tiene una estancia en Lobos. También habla muy bien español. Otro que habla bárbaro nuestro idioma es mi colega periodista Henry Tricks, que es un inglés muy simpático –me hacía acordar a los amigos de Hugh Grant en Notting Hill– y cumplía 60 años al día siguiente. Como la mayoría en este grupo, vino solo a la cabalgata. En Los Patos, los peones chilenos –“los gauchos”, para los extranjeros– cargaron las mulas e hicimos migraciones. Dos funcionarios fueron hasta el puesto para registrar nuestra salida de Chile el lunes 12… Aunque, en rigor, saldríamos del país en un par de días. “¿Caballo o mula?”, me preguntó Hugo Arancibia, el jefe de los peones. “Caballo”, contesté rápido para no desilusionar a mi madre, que antes de mi partida había puesto cara de horror cuando le dije que tal vez cruzaba los Andes en mula (cruza de yegua y burro). “Manso”, agregué rápido. Para mi sorpresa, la mayoría de los europeos eligió mula. “Performan mejor en la montaña”, comentó Eduardo. Como fuera, mi caballo resultó ser de pelaje colorado y con un nombre especial: “No me toquen”. Por suerte para mí, en su primer día se mostró muy dócil. Por las dudas, no lo acaricié demasiado.

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Eduardo Finkel marca el camino en el mapa. Las mulas se mueven muy bien en la montaña.

A las dos de la tarde salimos de Los Patos, en filita. Hugo lideró, en el medio estaban Eduardo y Federico, y Delfín cerró el grupo. El resto de los peones venía atrás, arreando las 15 mulas cargadas de víveres, carpas, mesas y sillas. Toda una expedición. El sendero no tuvo grandes ascensos. Las primeras tres horas pasaron rápido. Las segundas dos se me hicieron más largas. En el medio hubo una parada para ir al baño (eufemismo al que recurriré). Y también hubo mucho tiempo para pensar en nada importante. A mí, por ejemplo, se me vinieron a la cabeza canciones para los reels de Instagram que pensaba armar a la vuelta. “Hold the line”, de Rod Stewart, “The edge of glory”, de Lady Gaga, y hasta “Climb every mountain”, de La novicia rebelde. Noté, además, que mi caballo relinchaba cuando se quedaba atrás. Así que me propuse taconearlo más. A las siete y media de la tarde, muy cansados y sedientos, llegamos al campamento La Romancita. Con el paso de las horas, el agua que llevaba en las cantimploras se había calentado, pero la sed era tal que la tomé tibia. El clima estaba lindo y la mayoría decidió dormir a la intemperie. Yo opté por la carpa, a pesar de mi nula experiencia en el armado. Por suerte Sofi, que ama la naturaleza y está entrenada en estas cuestiones, tomó cartas en el asunto. De mi montura chilena saqué los cueritos para usar como aislantes, desplegué la bolsa de dormir y ¡listo! Unas colitas de cuadril, con chorizos y verduras asadas, me dieron ánimo, así como un vaso de carménère, varietal chileno que fue un grato descubrimiento.

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A la mayoría de los campamentos se llega con el atardecer.

DÍA 2

EL PRIMER GRAN ASCENSO

Durante la noche no durmió nadie. A las dos de la mañana empezó el viento, voló polvo y nos mantuvo a todos en vela. Sofi y yo habíamos clavado mal las estacas y el sobretecho hizo ruido. De todas maneras, lo primero que hicimos al salir de la carpa, mientras nos lavábamos los dientes, fue gritarle “Happy birthday” a Henry, el periodista inglés.

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Uno de los cruces del río Los Patos.

Una vez arriba del caballo, el trayecto fue intenso. Primero un ascenso, con avistaje de guanaco y cóndor. Y dos subidas más, mucho más pronunciadas y con precipicios. “Tenemos que estar un poco locos para hacer esto”, coincidimos en un alto del camino y jugamos a que la siguiente experiencia compartida sería en un crucero. Al igual que el día anterior, a cada rato Delfín y Federico chequeaban y ajustaban nuestras cinchas, para que las monturas estuvieran bien sujetas al caballo. La última parte se me hizo eterna y, a lo lejos, vimos una tormenta que nunca llegó. Si la primera impresión fue que había polvo en los Andes, ese día lo confirmé con creces. Poco antes de las ocho de la noche, llegamos a un puesto de carabineros para pasar la noche. Pude enchufar el teléfono un rato y, como había señal de internet satelital (que no habría ya en ningún otro lado), mandé un mensaje de WhatsApp a mi familia. Se fascinaron cuando les compartí mi ubicación. La comida, como siempre, me revitalizó. Hacía más frío, pero alcanzaba con un buen buzo. Me senté cerca de los franceses, que solían ubicarse juntos. Eran François de Torcy, que también hablaba español porque creció en España; Françoise y Philippe Debar, un matrimonio de Montpellier, al igual que Geneviève Coninx. Una vez que escuchamos las indicaciones de Eduardo sobre el siguiente día, ajustamos bien la carpa y me acosté después de observar cómo las estrellas iluminaban el cielo.

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Delfín Flores, guía baqueano / Herraduras para la montaña / Mula con abrojos.

DÍA 3

¡BIENVENIDOS A LA ARGENTINA!

Repetimos la rutina de todas las mañanas: desarmamos la carpa (con Sofi liderando la operación), tomamos el desayuno y esperamos a que los peones ensillaran los caballos y cargaran las mulas. Salimos a las diez. Bordeamos el río Rocín, en dirección a la frontera. Y, después de días de silencio de montaña, me impactó el ruido de un avión que nos pasó por arriba. ¡Qué lejos estábamos de todo! Si algo me sorprendió de los Andes fue descubrir no que no hay árboles, sino que sólo hay piedra, areniscas y ríos. Cada tanto, unas flores amarillas, rosas y violetas, y juncos. Pero en los Andes nadie plantó álamos ni sauces. Y a esa altura ni siquiera un arbusto. Por eso, las idas al baño se fueron haciendo cada vez más complicadas de lo que pensaba: no había dónde esconderse. ¿Insectos? Alguna que otra hormiga, y por ahí algún tábano a orillas de los ríos.

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Baño revitalizante en el río.

A las dos de la tarde llegamos a la frontera, que está a 3.850 metros de altura sobre el nivel del mar. Había un cartel que señalaba el paso de Valle Hermoso, en la provincia de San Juan, y bustos de San Martín y OʼHiggins. Allí, en un corral de pirca nos esperaban los caballos y las mulas argentinas, con un equipo de peones sanjuaninos, liderados por Enrique Cortez. Por disposiciones del Senasa, hasta ahí pudo llegar mi travesía con “No me toquen”, que al día siguiente volvió a Los Patos, con los peones chilenos. Si hay algo especial en la travesía de Pioneros Cabalgatas, es que propone el auténtico cruce de los Andes, con aduana y cambio de animales en la frontera. La mayoría de las otras cabalgatas por los Andes salen de San Juan y llegan sólo hasta el límite nacional. “Tiro al blanco” (por el caballo de Toy Story) fue mi zaino argentino que, felizmente, resultó también bien manso. Una vez más, los extranjeros optaron por the mules. De acá salimos hacia nuestro siguiente campamento, bordeando el río Los Patos, ya en territorio argentino. Vimos, de pronto, el cordón de La Ramada, que se presentó implacable, bien alto y nevado. Al avanzar un poco, a nuestra derecha apareció el Aconcagua, con su cara norte, esa que unos pocos afortunados pueden ver. Eduardo aprovechó para señalar: “A caballo, uno llega adonde no llega nadie”.

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Flavia Ruffner, bien equipada para evitar la inclemencia del sol.

En el trayecto seguí descifrando personajes queribles de esta travesía. Como Ruth Hancock, que tenía un rancho en Georgia, Estados Unidos, y había enviudado de golpe, hacía ocho meses. Abierta y muy valiente, planeaba hacer este viaje con su marido. “Los caballos son my happy place”, aseguró en algún momento. Como buena protestante, afirmaba que rezar le da fuerzas. Entre las norteamericanas también estaba Flavia Ruffner, de Virginia, que fue una jocketa exitosa y participó en un episodio de la serie House of Cards. Con ella iba de gran charla cuando Eduardo señaló un valle divino junto al río Volcán y una gran carpa armada por “los gauchos” argentinos. “Es una bajada complicada, pero vayan despacio y confíen en su caballo”, advirtió el líder. Efectivamente, fue difícil por el ángulo del precipicio y la piedra. Y, por primera vez en tres días, me transpiraron las manos por el miedo. Pero el premio resultó grande: llegamos a Valle Hermoso a las seis y media de la tarde. Comimos capeletis, tomamos vino y celebramos el plan del día siguiente: descansar allí todo el día. Me dispuse entonces a dormir, después de mirar un capítulo de ER que tenía descargado en mi iPad para quebrar mi detox tecnológico (sin ninguna culpa).

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Bajada exigente hacia el campamento de Valle Hermoso.

DÍA 4

EL GRAN DESCANSO

Dormí muy bien porque usé la matra y los cueritos del apero cordillerano, que me resultaron mucho más mullidos que la montura chilena. Me bañé y ¡qué bien me hizo! A un par de metros del campamento, sobre un arroyo que surgía de las montañas, el agua corría cristalina y helada. Me puse el bikini, me senté en una piedra, me enjaboné y me lavé el pelo con champú y crema de enjuague. ¡Qué disfrute! Sin polvo en la cara, nudos en el pelo y restos de mugre entre las uñas, me sentí revitalizada, mientras el sol me pegaba de lleno. Fue mi momento feliz del viaje.

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La hora del desayuno, clave para arrancar el día con energías.

“Aprovechen para descansar”, había sugerido Eduardo la noche anterior y lo tomé al pie de la letra. Algunos salieron a caballo, pero otros nos quedamos en el campamento, entre el Aconcagua y el cordón de La Ramada. Después del almuerzo, que fue dentro de la carpa grande porque hacía mucho calor, Eduardo desplegó un mapa y nos marcó lo que habíamos recorrido y lo que nos faltaba por hacer. El recorrido de San Martín, pero al revés. La comida fue temprano y deliciosa: guiso de lentejas con panceta y todo. Me senté junto a los Verdon, una familia de ingleses que viven en Oxford y me gustaba tener cerca. Las hijas son las simpáticas Giorgia y Rosanna. La iniciativa del viaje fue de Simon, el padre del clan, que siempre anduvo a caballo y jugó al polo. Rachel, su mujer, aceptó el desafío –como había también aceptado el de Botswana, Canadá y Utah– y lo llevaba con hidalguía y sentido del humor. Diría que ella y yo éramos las dos a las que más nos costaba esta experiencia de sueño entrecortado e incomodidades. Aunque por estas horas ya sentía la íntima conquista de que lo peor había pasado: me había adaptado a la montaña.

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El trabajo de “los gauchos” es vital en la travesía / Caballo que busca alimento.

DÍA 5

LOS PAISAJES MÁS LINDOS

Los que durmieron bien esa noche fueron los caballos y las mulas, que tenían mucho pasto en este valle que le hacía justicia a su nombre. Lo dejamos a las diez, y la mañana fue cautivante, con cruces de arroyos y mucho verde. Bordeamos el río Los Patos a lo largo de cuatro horas, con el sol pegando muy fuerte. El almuerzo fue junto a una gran roca que daba algo de sombra, porque si en los Andes no hay árboles, tampoco hay sombra. Reparé entonces en Tricia, que se alejó y se puso a rezar. Su apellido es Scott y vive en Stratford Upon Avon –sí, como William Shakespeare–, en Inglaterra. Tricia desplegaba una manta, se lavaba las manos y oraba todos los días: durante los amaneceres, mediodías y cuando se iba el sol. Se disculpaba si llegaba tarde a comer y me conmovía cómo profesaba su fe. A las seis y media de la tarde llegamos al anteúltimo campamento, Gallardo. En su arroyo volví a lavarme el pelo y fui nuevamente feliz. Delfín cocinó unas pizzas a las brasas que desataron furor, y Sofi y yo las distribuimos, administrando la ansiedad de los presentes.

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La inmensidad de los picos más altos de los Andes / Morgan van Overbroek es una jineta avezada / Eduardo Finkel, líder de Pioneros Cabalgatas.

Ese día, además, charlé con Karin Hardegger, profesora de chicos con discapacidad, que vive en Suiza y, cada tanto, sube a los Alpes para hacer trekking y acampar. “Hay pinos y todo es más cerca”, me contó mientras comparábamos lo incomparable. Ama los caballos desde niña y quiere saber cómo es andar en distintas culturas. Eso me llevó a pensar en mi propio vínculo con los caballos. Diría, para empezar, que mi mamá anda desde siempre porque creció en el campo. Y que mi papá anda muy bien porque pasó seis meses en el campo de uno de sus tíos cuando era adolescente. Mi caso es bien distinto: aprendí “de grande”, a los nueve años. Digo “de grande” porque, a esa altura, la mayoría de mis amigas tenía campo y andaba muy bien. Mi abuelo, en cambio, había vendido el suyo el año en que nací. En una ocasión, cuando estaba en primer grado, visitamos una granja. Nos preguntaron si sabíamos andar, y de las 20 que integrábamos la clase, 18 dieron una vuelta a caballo por un corral, y dos la dimos a tiro ¡en un pony! No lo recuerdo con vergüenza… ¡pero lo recuerdo, je! Lo cierto es que aprendí a andar a los nueve, en el campo de una de esas amigas, en una yegua que se llamaba “La mosquita” y que no se mosqueaba con nada.

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Tricia Scott se prepara para sus oraciones / Mulas en reposo.

DÍA 6

DURO Y MUY LARGO

Me desperté muy temprano, pensando en mi hermana que cumplía años ese día, y en que no la podía saludar. Anduvimos cuatro horas en subida, entre terrenos arcillosos, de arena y roca. Los caballos sufrieron. Le sentí la respiración agitada a “Tiro al blanco”, pero acaté la indicación del guía: “No se queden”. Llegar a la Cuesta de La Honda –o del Espinacito– me dio ánimo. Queda a 4.476 metros de altura sobre el nivel del mar, y desde lo alto, se veía que lo próximo era más bajo. Eduardo celebró que no hubiera viento. Las dos horas que le siguieron al almuerzo tampoco fueron fáciles. En bajada, las rodillas me dolieron como nunca antes. Entre rocas coloradas y volcánicas, aparecieron de nuevo los arbustos. “Estamos más cerca”, me dije cuando el terreno se volvió menos dramático –sin picos de montaña nevados– y mucho más familiar. Llegué agotada a Peñón Colorado, nuestro último campamento, y le pedí a Sofi que me diera unos minutos antes de ponernos a armar la carpa. Sonriente, la empezó ella y me dejó la parte fácil. “Destroyed”, le contesté a alguien cuando me preguntó cómo estaba. Porque si hay algo que me pasó en los Andes es que siempre hubo alguien que me preguntara cómo me sentía. En la comida hubo licor, más chistes que de costumbre y festejos por adelantado. “A no desconcentrarse que todavía falta el último día”, nos atajó Eduardo, más que experto en liderar equipos. De todas maneras, nadie me quitaba el sentir: era mi última noche en la montaña y quería celebrar que ya estaba ganando.

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Delfín y Federico Flores a cargo de la comida de cada noche.

DÍA 7

MISIÓN CUMPLIDA

Como se propuso Eduardo –y nos propusimos todos– salimos bien puntuales, a las nueve y media. Nos alentaban las ganas de llegar. Y nos corría una tormenta que parecía inminente. El paisaje siguió volviéndose cada vez más verde, y los arbustos, más grandes. El programa del día indicaba cuatro horas de cabalgata hasta nuestra meta, un campo en Las Hornillas, Calingasta, San Juan. Hicimos una parada en Manantiales, un sector amesetado donde San Martín agrupó su tropa en 1817. Ahí nos desviamos del recorrido del Libertador para bajar por “un sector más entretenido”, según nuestro guía. Cañadones de piedra colorada nos marcaron los pasos, hasta que apareció un camino de ripio. Lo tomamos y anduvimos en duplas, charlando, y ya no en fila india. Un rato más y la señal inequívoca de nuestra meta: un monte de álamos. La llegada fue sin demasiada ceremonia y con la euforia sublimada por el cansancio. “Nunca me voy a olvidar de tu galope hasta la meta”, me dijo Henry, mi colega inglés, cuando me bajé del caballo y le propuse un give me five. Efectivamente, mi llegada a Las Hornillas fue con un galope corto, pero bien lindo, que me salió por instinto. Galope que me devolvió al mundo real. En Barreal, hicimos migraciones y aduanas, y nos sellaron el pasaporte: domingo 18, entrada a la Argentina. La estampa quedó justo después de la de aquel lunes 12 en que salimos de Chile. ¿Dónde estuvimos mientras tanto? En los Andes, con sus precipicios y los míos, atravesada por su inclemencia, su inmensidad y su belleza.

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Los 19 miembros del grupo que se completa con Sofía López Mañán, a cargo de sacar la foto.
Pioneros Cabalgatas

Con más de 20 años de trayectoria, el ingeniero Eduardo Finkel coordina y guía el cruce de los Andes. Se sale desde la ciudad de Los Andes (Chile) y se llega a Barreal (San Juan), después de seis noches en carpa, con todo incluido. Las cabalgatas se realizan sólo entre enero y febrero. Ofrecen también una travesía por los valles de Salta, durmiendo en puestos rurales y con cinco noches de duración. Las salidas son entre septiembre y octubre, o en marzo. Conviene consultar precios y reservar con tiempo porque los cupos son limitados.

+54 9 (11) 5024-4532

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