Conocida como la aduana de Taylor, representaba el poderío económico de Buenos Aires; sin embargo, poco más de tres décadas después de su inauguración quedó obsoleta y fue demolida
Conforme a su crecimiento económico, Buenos Aires tuvo varias aduanas hasta finalmente concretarse la obra de la actual zona portuaria, denominada Puerto Nuevo, en 1929. Una de ellas, quizás la más famosa fue la llamada aduana de Taylor, una construcción de gran envergadura para la época que llamaba la atención no solo desde la costa del Río de la Plata, sino que su vista tampoco pasaba desapercibida para los habitantes de la ciudad.
Construida entre 1855 y 1857, también se la denominó como la aduana nueva. Según explica Sandra Guillermo, arqueóloga de la Universidad de Buenos Aires (UBA), referente del área de Arqueología de la Dirección General de Museos de la Subsecretaría de Patrimonio Cultural de la Nación, anteriormente la ciudad tenía una aduana que se había establecido en 1793. “No se trataba de un edificio construido para tal fin, sino que era una casa que le alquilaban a la familia Azcuénaga en la zona de las actuales calles Belgrano y Balcarce”, señala.
Sin embargo, cuenta que cuando llegaban los barcos del exterior con mercadería esto implicaba que un carro fuese a buscar los productos hasta la costa y se necesitara además de una barcaza, luego el carro debía subir nuevamente la pendiente de la meseta de Buenos Aires hasta llegar a esta casa. “Con los años esta modalidad se tornó insostenible. Cuando Buenos Aires era una aldea esta aduana en la casa de los Azcuénaga no traía mayores inconvenientes, pero cuando empezó a aspirar a ser un país agroexportador, ya con un mercado de comercio con Europa, no le servía”, añade la arqueóloga.
En el artículo Eduard Taylor: el muelle de pasajeros y la Aduana de Buenos Aires (1854-1857), de Daniel Schávelzon, publicado por el Centro de Arqueología Urbana del Instituto de Arte Americano e Investigaciones Estéticas Mario J. Buschiazzo de la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo de la Universidad de Buenos Aires (FADU/UBA) se describen los numerosos problemas que traía la aduana vieja. “Esto era cierto, el puerto no existía, era un sitio con profundidad adecuada para dejar los barcos anclados a más de un kilómetro de la costa y luego moverse en barquichuelo o carros, cuya pérdida o mojadura a veces superaba una merma del 10% de la mercadería. Y en tiempos de un liberalismo desatado, esas pérdidas que debía afrontar el particular eran consideradas tremendas; obviamente, por otra parte, el Estado era quien debía afrontar los costos de un nuevo puerto o perder los ingresos por derechos aduanales. La única ventaja que se tenía es que no había otros puertos que compitieran, o si los había como Rosario, eran aún peores”, detalla el artículo.
En 1855, cuando el Gobierno de Buenos Aires estaba en manos de Pastor Obligado, se abrió una convocatoria de anteproyectos para construir un edificio dedicado específicamente a funcionar como aduana. Se presentaron tres arquitectos, uno de ellos era Edward Taylor. “Taylor no solo era arquitecto sino también ingeniero, pero la novedad que sedujo a los convocantes fue que su anteproyecto traía las tendencias, las ideas de Alexandre Gustave Eiffel en cuanto a la utilización de metal y ladrillos comunes para la construcción, algo que en ese entonces se consideraba de vanguardia. Por esta razón, el proyecto de Taylor resultó elegido y él mismo dirigió la construcción”, detalla la arquitecta que en 2016 publicó el libro Arqueología Urbana. La Aduana Taylor (1857-1891), de Ediciones Cooperativa El Zócalo.
Decisión salomónica
Guillermo sostiene que uno de los problemas que se plantearon luego de la elección del proyecto de edificación de la nueva aduana fue sobre dónde estaría ubicada. El tironeo entre la zona norte de la costa del Río de la Plata y el sur se hizo visible rápidamente. “La cuestión era que donde se estableciera iba a propiciar el desarrollo entonces tanto el norte o el sur se peleaban por tenerla. Entre varias idas y vueltas, finalmente se decidió que fuera un punto intermedio y quedó establecida la zona donde actualmente está la Plaza Colón y donde, en ese momento, se ubicaba el fuerte de Buenos Aires”, aclara.
Para esto se necesitaba demoler parte del fuerte y nivelar el terreno porque toda esa zona correspondía a la costa; esta se constituyó en la primera porción de tierra en la ciudad ganada al río. “Fue necesario realizar una tarea compleja para poner los cimientos del edificio de la aduana”, añade.
En un primer momento se la conoció como aduana nueva, no obstante, con el tiempo, la gente se apropió del apellido del constructor y prevaleció como la aduana de Taylor. Según la arqueóloga, el edificio estaba formado por un patio de maniobras de unos 100 metros de largo por 20 metros de ancho, por otro corredor similar que albergaba a la administración donde se recibían los productos y un depósito de mercaderías que tenía forma semicircular o de hemiciclo que en su parte recta daba al patio de maniobras y en la circular al río. En la mitad del semicírculo salía un muelle de madera que se adentraba en el río unos 300 metros.
“En donde estaba la aduana había bancos de arena lo que hacía que los barcos no se pudieran acercar porque quedaban encallados, entonces este muelle se acercaba a aguas más profundas y los barcos podían depositar allí la mercadería”, explica. El actual Puente de la Mujer, diseñado por Santiago Calatrava, se encuentra en el mismo lugar en que se extendía hacia el agua el puente de madera de la aduana de Taylor. “Si uno se para en la Plaza Colón en dirección al río es fácil comprobar que la obra de Calatrava se ubica en medio de este espacio verde que conserva la forma de hemiciclo, justo desde donde salía el puente”, agrega.
Del artículo de Schavelzón se desprende que esta aduana se trataba de un conjunto proyectado que comprendía varios edificios entrelazados de los cuales el principal era el usado para depósitos, con forma semicircular y avanzado sobre el río. “El edificio central estaba totalmente realizado de mampostería revocada con un color gris claro en el estilo neoclásico de su tiempo, con arcadas que ciertamente aún remedaban la tradición colonial. Constaba de un basamento, planta baja y dos pisos altos con una torre central que poseía un faro de poco más de 20 metros de altura que, según referencia de los visitantes, era visible aún a varios kilómetros adentro del estuario”, señala el texto. Mientras que la fachada curva estaba compuesta por un basamento de dos pisos de arquerías de medio punto que aligeraban su pesada masa de carácter romano. “Desprovisto casi de decoración, su énfasis en un lenguaje de formas elementales hace recordar el clasicismo romántico que a comienzos del siglo XIX había dominado la escena de la Inglaterra en la cual se educó Taylor. Por detrás estaba el gran patio de maniobras y, metidas en la barranca misma, había dos grandes galerías abovedadas para depositar mercaderías”, detallaba.
Destaca Guillermo que, una cuestión a la que no se pudo dar solución es que cuando el río crecía el avance del agua daba contra las paredes del depósito y si bien Taylor había pensado en un muro externo que frenara el agua, no llegó a construirlo, de manera que la humedad fue erosionando las paredes en la parte más vistosa de la aduana. “Fue el primer edificio de características monumentales de toda la ciudad y estaba pintado de blanco así que llamaba mucho la atención. Además, se levantaba en una zona que, por lo menos en el siglo XIX, no era muy pintoresca ya que había muchas pulperías, bares, era una zona de puerto bastante deslucida”, dice la arqueóloga.
En efecto, según el artículo del Centro de Arqueología Urbana, la intención de esta obra no era solo funcional, con ella se quería magnificar la llegada a la ciudad a partir de una obra pública impresionante y contraponerse al Gobierno de Juan Manuel de Rosas precedente, que tuvo como su obra magna su propia residencia, llamada el Caserón de Rosas. La construcción de esta nueva aduana tuvo un costo de 16.000.000 de pesos, lo que representaba una verdadera fortuna en ese entonces.
El final y los hallazgos
La aduana de Taylor se mantuvo en pie por muy poco tiempo, ya que, en 1891, unos 36 años después de su construcción, comenzó a demolerse. Concluye la investigadora que su corta vida responde a que se enfrentó con los avances tecnológicos: “En el momento en que se edificó, el muelle que se adentraba en el Río de la Plata era suficiente dado que el calado de los barcos les permitía acercarse hasta allí. Pero a medida que avanzó el siglo XIX, el porte de los barcos se incrementó y, nuevamente, no podían llegar cerca del muelle. Estos debían quedarse río adentro y los productos ser buscados por un bote como pasaba en un primer momento”.
Por otro lado, el edificio de la aduana empezó a quedar chico porque el país se había volcado a la agroexportación y, además, la gente adquiría muchos productos importados de Europa de manera que ya no alcanzaba la dimensión del depósito ni resultaba funcional el patio de maniobras de la aduana de Taylor. Guillermo asegura que otro factor que hizo que no se mantuviera fue que limitaba la visión del edificio de la Casa de Gobierno hacia el río. “Evaluando todo esto se decidió iniciar el proyecto de Puerto Madero que fue lo que la reemplazó e hizo que se ganara bastante tierra al río lo que permitió acercarse a aguas más profundas. Pero, otra vez, esta dársena no duró mucho y solo funcionó como puerto por unos diez años aproximadamente porque, los barcos no podían acercarse por el calado. Es entonces que se construyó el actual Puerto Nuevo”, explica.
Actualmente, los restos de la Aduana de Taylor forman parte del Museo Casa Rosada, inaugurado en 2011 como Museo del Bicentenario. El patio de maniobras y diversas estructuras del edificio del siglo XIX fueron incorporados. Cabe destacar que cuando se demolió la aduana, solo se tiraron abajo el primer y segundo piso de manera que se conservaron la planta baja del depósito semicircular, todo el patio de maniobras junto con sus dos túneles y el corredor de galerías.
Entre 2009 y 2011, Guillermo participó junto con un equipo de arqueólogos e investigadores de un trabajo sobre la aduana de Taylor supervisado por el Instituto Nacional de Antropología y Pensamiento Latinoamericano (Ministerio de Cultura de la Nación), órgano de aplicación nacional de la Ley 25743 de Protección de Patrimonio Arqueológico y Paleontológico. Integraban el grupo estudiantes y graduados de la carrera de Arqueología, provenientes de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA y del Museo Etnográfico.
El objetivo fue recuperar la mayor parte de restos de la aduana y sus objetos. “Fue una tarea de excavación muy intensa porque el espacio es muy grande, pero pudieron encontrarse un montón de objetos y estructuras del interior de la edificación que ahora se exponen. Cabe destacar que, hasta entonces, no se había podido excavar una aduana del siglo XIX y la de Buenos Aires era central en esa época, de manera que se aportó mucha información sobre cómo era el funcionamiento interno además de recuperarse unos 28000 objetos”, aclara Guillermo.
Muchos de estos eran el relleno que se utilizó cuando se demolió la aduana que eran desechos de distintas partes de la ciudad. La especialista cuenta que se encontraron vasos, platos, botellas, todo perteneciente a la vida cotidiana del siglo XIX; asimismo se descubrieron elementos propios de la aduana como un sistema de movilidad de mercaderías. También hallaron una habitación que pertenecía al depósito con un techo que tenía esta bovedilla de hierro con ladrillos comunes que Eiffel planteaba como una forma constructiva muy novedosa para la época.
“Algo que también hicimos fue rastrear información sobre qué opinaba la gente acerca de la construcción de la aduana en las editoriales de los diarios de la época. En un primer momento, cuando empezó la obra la gente se quejaba y cuestionaba que para qué gastaban en una construcción así, en algo que no era necesario”, cuenta la arqueóloga.
Más adelante, cuando la obra estaba más avanzada la encontraban funcional y les gustaba. “También se quejaban porque decían que había pocas personas trabajando en la obra y que a ese ritmo no la iban a terminar nunca”, añade. Al finalizarla, los comentarios eran todos positivos. “La población apreció la obra e incluso muchos la disfrutaban, tanto que hay notas en los diarios que contaban que la gente iba a tomar mate a la zona de la aduana, a sentarse a mirar el río”, finaliza.