Tres príncipes británicos visitaron el lugar donde se jugó el primer abierto de polo del mundo; entre las reliquias de Hurlingham, se atesoran casas, estaciones históricas y el sitio donde Luca Prodan “desayunaba” ginebra
Llegó a ser conocida como la “perla del oeste”. Ya desde sus inicios, hace más de 100 años, cuando Hurlingham eran tan solo un suburbio rural de Morón, el barrio que los inmigrantes británicos levantaron allí desentonaba con el resto de la zona: sus casas con techos a dos aguas, sus cercos bajos de madera, sus calles con nombres como Churchill, Londres, Canning. Los primeros habitantes, muchos empleados ferroviarios, fundaron bares de hombres, colegios de prestigio nacional e internacional y jugaron deportes hasta entonces inexistentes en el país.
Con el tiempo, tras la nacionalización de los ferrocarriles, la Segunda Guerra Mundial y la Guerra de Malvinas, la mayoría de los ingleses, irlandeses y escoceses instalados en la zona volvieron a sus países de origen. Pero dejaron en este barrio del conurbano un legado difícil de borrar: un vecindario de calles sombreadas y veredas apacibles que parece suspendido en el tiempo, una llamativa, sino única, cantidad de clubes de rugby por metro cuadrado y una centena de fieles anglicanos.
“Hoy la comunidad anglicana de la zona no está compuesta necesariamente por ingleses, sino por Fernández, García; el reverendo es uruguayo. Pero fueron inicialmente los inmigrantes los que instalaron la religión en la zona. Hoy la iglesia anglicana tiene misa permanentemente y mucha actividad“, afirma Rody Rodríguez, periodista, historiador y vecino de Hurlingham. El templo está ubicado sobre la antigua calle Canning, renombrada Buque General Belgrano tras la Guerra de Malvinas, pero no es posible verla desde la vía pública. Nunca lo fue: “En su momento, cuando se le permitió a los ingleses hacer sus iglesias, una de las condiciones fue que no fueran vistas fácilmente, para que no compitieran con las iglesias católicas. Por eso la nuestra no da al frente”, sigue el especialista, que es autor del libro Hurlingham desde el comienzo (2023).
Sobre la misma cuadra se encuentra la mítica residencia Mckern, donde Luca Prodan vivió durante años alojado por su amigo Timmy Mckern, y donde, junto a otros vecinos, formó Sumo. En la esquina, la heladería clásica de la localidad, Sunios Téramo, con sus pequeños toldos acupulados amarillos en cada ventana y sus sillas ochentosas. Y, a tan solo tres cuadras, el club donde todo empezó.
A diferencia de lo que puede imaginarse, el Hurlingham Club no tomó el nombre de la localidad: la localidad fue bautizada con el nombre del club. Cuando este predio, de ahora 75 hectáreas, fue creado, en 1888, Hurlingham no existía como municipio ni tenía su propia estación de tren. “Había un grupo de inmigrantes ingleses que vivían en Capital y en la zona sur que estaba buscando un predio para hacer un club, y les ofrecieron ese. A partir del club, muchos se empezaron a instalar en la zona. Además de ingleses, vinieron irlandeses y escoceses, y así se empezó a formar el barrio”, detalla Rodríguez.
Los socios jugaban allí al criquet, practicaban caza de zorros y hacían carreras de caballos. Luego, en este predio se organizó el primer abierto de polo del mundo. Hasta la construcción del Campo Argentino de Polo, en Palermo, la cancha de Hurlingham no solo fue la más importante del país, sino también de toda la región, y gozó, a lo largo de su historia, de la visita de tres príncipes de la corona inglesa: el príncipe Eduardo (luego rey Eduardo VIII), en 1925, el príncipe Felipe y el príncipe Carlos (hoy rey Carlos III), en 1997, quienes, según Rodríguez, pasaron la noche en los dormitorios del club, hoy todavía disponibles para los socios.
Incluso la estación Hurlingham del tren San Martín se creó a partir del club: “Antes de que existiera, los vecinos se paraban en las vías y levantaban los brazos haciéndole señas al maquinista del ferrocarril -en ese entonces llamado Ferrocarril Pacífico- para que frenara y los llevara”, cuenta Claudia Aldazabal, secretaria del Hurlingham Club y vecina, mientras camina entre los descontracturados canteros de flores, al estilo inglés. El club tiene hoy unos 1200 socios, de los cuales más de 100 son vitalicios y una mayoría no vive en Hurlingham, sino en los alrededores y en la Capital Federal.
“Es un barrio de gente mayor”
Desde adentro del club, lo único visible que no remite a una época pasada son los dos edificios sin terminar que se asoman por el cerco. Ubicados sobre la avenida Roca, que linda con el predio deportivo, la dupla de edificios -más de un vecino las llamó “torres”, pero tienen menos de 10 pisos- son parte de la primera camada de construcciones en altura de Hurlingham, iniciados luego de que el año pasado se modificara el código urbanístico del municipio. Obras que para muchos vecinos representan la esperanza de que la zona vuelva a poblarse de jóvenes.
“Yo creo que se volvió una ciudad de gente grande porque hasta ahora no había departamentos y las casas son caras. Para quedarte, cuando te independizabas, tenías que tener bastante dinero. Espero que ahora eso cambie. Muchos de mi generación se fueron a Palomar, San Miguel, Bella Vista. Yo también me fui, en su momento”, explica Silvina Guerreiro, de 45 años, desde una mesa del tradicional Bar San Martín, que fue propiedad de su padre y ella heredó.
El bar de 1947, ahora devenido en cafetería, es parte de la historia de Hurlingham. Ubicado en la plaza principal, empezó siendo la parada obligatoria de los hombres de la zona que volvían en tren de trabajar en la Capital. “Antes de llegar a sus casas muchos acostumbraban a pasar por acá a tomar un whisky sobre esa barra, que funcionaba también como heladera”, cuenta la mujer. Durante décadas, dice, estuvo prohibida la entrada de mujeres. “Incluso hasta el año 2000 era raro ver una mujer acá. Ni siquiera había mozas. Al principio, cuando empecé a hacerme cargo del negocio, algunos me miraban mal”, relata. En la pared detrás de ella conviven dos tacos de polo con un poster de Luca Prodan, quien fuera cliente asiduo del lugar. “Él venía a desayunar ginebra acá, a las cuatro de la mañana. Es que el bar abría de 4 a 21″, suma Guerreiro.
Es por Sumo, pero también por Divididos, Las Pelotas y todas las bandas de rock posteriores que surgieron en la zona, que a Hurlingham se lo considera un epicentro del rock dentro de la zona oeste del conurbano. “Acá vos levantás una piedra y hay una banda. Este año arrancamos con un concurso municipal de bandas. Iba a ser de tres meses, pero había tantos que terminó extendiéndose a lo largo de todo el año”, afirma Gabriel Gulias, reciente dueño de El Galpón de Hurlingham, un bar clásico con escenario donde se iniciaron las principales bandas del distrito y donde hoy muchos de sus integrantes siguen tocando. Gulias, que ofrece música en vivo de miércoles a domingo, asegura que el lugar se mantiene casi igual desde que él era chico y se acercaba a este bar a escuchar música local.
Con los años, la fisonomía de Hurlingham fue cambiando. Muchas de las grandes quintas empezaron a lotearse y el barrio inglés comenzó a ser cada vez más pequeño. Entre las antiguas casonas inglesas ahora se filtran algunas construcciones modernas. Y alrededor del centro han surgido barrios populares. “Hurlingham es un pueblo hermoso. Sigue siendo tranquilo, es raro que no conozcas a alguien por la calle”, suma el vecino Juan Manuel Lizardo, de 42 años, propietario de un pet shop, quien asegura que el barrio no ha cambiado mucho desde su niñez.