Es una modalidad que surgió en la última década. Los analistas dicen que sirve para relativizar los cambios bruscos de opinión. La advertencia desde la lógica y las matemáticas.
Al escritor estadounidense Mark Twain se le atribuye la afirmación de que existen tres tipos de mentiras: las mentiras comunes, las grandes mentiras y las estadísticas.
Esa crítica adquiere enorme actualidad en los meses previos a las elecciones políticas, cuando los ciudadanos, de cualquier país, se ven bombardeados con encuestas y porcentajes que tendrían el propósito de informarles sobre la marcha de procesos sociales no observables a simple vista y sobre cómo se va moldeando la opinión respecto de temas de interés general.
En las últimas décadas la función principal de las encuestas dejó de limitarse a proporcionar información y fueron sumadas al arsenal de herramientas propagandísticas con el que cada partido intenta torcer la voluntad de los votantes a su favor.
Mostrar un cambio de tendencia, decir quién va a ser el ganador o cuál propuesta política sólo conseguirá el favor de un grupo minúsculo, se supone ahora, puede influir en la decisión final de los votantes.
En la última década surgió una nueva modalidad: el promedio de encuestas.
Paralizar el viento
Lo comenzaron a hacer algunos blogs de Estados Unidos. Hoy el sitio más conocido entre los que se dedican a la actividad es Real Clear Politics, un agregador de noticias creado en Chicago en el año 2000 por John McIntyre y Tom Bevan, cuyos promedios y vinculaciones entre relevamientos de opinión son valorados por los más importantes sitios periodísticos de aquel país.
Ahora bien, ya todos sabíamos lo precarias que suelen ser las encuestas políticas a la hora de predecir los resultados de una elección. Cualquiera recuerda numerosos ejemplos de encuestadoras pifiándole hasta por dos cifras al porcentaje final que obtuvo un candidato.
La pantalla de un conocido canal porteño de televisión por cable que antes del cierre de urnas, en la primera vuelta de la elección presidencial de 2015, afirmaba en letras gigantes “Ganó Scioli por amplia diferencia”, cuando en realidad el candidato obtuvo una diferencia pequeña, todavía es una imagen recurrente.
Esos ejemplos negativos sobre la tarea de los encuestadores hacen recordar la frase de George Orwell sobre quienes intentan “dar una apariencia de solidez al mismo viento” cuando quieren lograr que las mentiras parezcan verdades.
O llevan a destacar la afirmación absurda del dramaturgo Eugène Ionesco, para quien “sólo se puede predecir lo que ya ha sucedido”.
Promediar encuestas para obtener una cifra puede ser algo tan inexacto como decir que mañana nevará en la ciudad de Córdoba, porque en cinco de los últimos 10 años nevó en el mismo día del año. ¿Posible? Por supuesto. ¿Probable? En este caso, dejamos la matemática para incursionar en los oráculos, cuando no en el esoterismo.
El famoso matemático y ensayista estadounidense John Allen Paulos escribió un libro muy divertido, Un matemático lee el periódico (1996), que es una advertencia y un tirón de orejas para todos quienes divulgan información estadística en los medios de comunicación.
Allí advierte algo que nunca se tiene en cuenta cuando leemos encuestas: “La función principal de las matemáticas no es organizar cifras y hacer cálculos, es una forma de pensar y de hacer preguntas”.
Allen Paulos nos señala cómo, en nuestro apetito desaforado por consumir encuestas, nos hemos olvidado de la importancia que tiene el conocimiento cualitativo, lo que no es cuantificable, en todo lo pertinente a la vida cotidiana.
Por eso, llama a los lectores de medios periodísticos de todo el mundo a reconocer el valor de las matemáticas para la comprensión de los asuntos sociales, pero también a ser escépticos sobre el uso, desuso y abuso que se hace de ella en la prensa diaria.
“Son muy pocas –dice Allen Paulos– las cosas futuras que se pueden predecir más allá del corto plazo. En el dominio público, lo mejor que podemos hacer en muchísimas ocasiones es cruzarnos de brazos y ver cómo se desarrollan los acontecimientos”.
Predicción de consenso
El promedio de encuestas políticas ahora en boga, que atraviesa las notas y análisis periodísticos en los medios argentinos, claramente no ha leído –o ignora– las precauciones del matemático.
¿Qué valor tiene decir –por ejemplo– que, promediando las últimas 20 encuestas sobre la carrera presidencial, Alberto Fernández está arriba tres puntos arriba o abajo de Mauricio Macri?
Esas 20 encuestas, hay que tener en cuenta, fueron realizadas en épocas distintas, con distintas poblaciones, con metodologías distintas, con distintos márgenes de error, distintos propósitos, distintas formas de preguntas, por empresas contratadas por distintos clientes, con distintos niveles de credibilidad, en fin, con aproximaciones a veces tan diferentes unas de otras, que sumarlas y promediarlas es prueba de una audacia que puede resultar temeraria.
Vistas así, son el último insulto del periodismo a la matemática.
¿Cómo sumar como si fueran elementos equivalentes el resultado de una encuesta realizada a 900 teléfonos celulares, en la mañana de un lunes feriado, en el Conurbano bonaerense y seis ciudades más, a un relevamiento personal, hecho en el domicilio, de 3.200 personas distribuidas equitativamente en todo el país? Ambas van a ser usadas para realizar afirmaciones amplias y contundentes. ¿Cuántos detectan las diferencias, la importancia de la metodología, los márgenes de error?
Los analistas que están a favor de la práctica de promediar encuestas dicen que el promedio se convierte en una predicción de consenso que tiene la virtud de ser más preciso que una encuesta individual, siendo también más precavido y más cauto.
Suelen citar al profesor de estadísticas de la Universidad de Columbia Andrew Gelman, quien ha afirmado que los promedios de encuestas reducen en un 40 por ciento la imprecisión de los relevamientos. Esto porque, sostiene, las encuestas exageran los cambios de opinión de las personas ya que en realidad cada sondeo consulta a un grupo diferente de personas.
Los promedios de encuestas también contribuirían a reducir las fluctuaciones de las opiniones relevadas, y a visibilizar los márgenes de error que tienen: es decir, el público vería con mayor nitidez que, en realidad, las encuestas son fotogramas de una película que sigue corriendo. Son imágenes que, si fueron tomadas con cámaras defectuosas, nos hacen confundir un gato con una liebre, o que fueron tomadas con herramientas idóneas pero que tienen el defecto de desactualizarse o ponerse amarillas con rapidez.
En definitiva, esta búsqueda del promedio también contribuye a fortalecer una opinión que ya teníamos sobre las encuestas: son seductoras y atractivas pero veleidosas: mejor no hacer muchos planes con ellas.
Balas en un granero
En un documental de Netflix que por estos días está obteniendo una gran repercusión internacional, The Great Hack (2019), se acusa a Facebook y a una compañía que se llamaba Cambridge Analytica de haber contribuido en 2016 tanto a la victoria de Donald Trump en Estados Unidos como al triunfo de la opción favorable al Brexit en Gran Bretaña.
Según las denuncias, reflejadas también en audiencias judiciales y legislativas de ambos países, Facebook permitió usar y Cambridge Analytica usó los datos personales de millones de individuos con perfiles en la plataforma de Mark Zuckerberg, para contribuir a aquellos resultados electorales. ¿Cómo lo hicieron? Conocían tan bien a cada individuo, sus sentimientos, sus opiniones políticas, su exacta ubicación geográfica, su rutina, sus preferencias sexuales, sus vínculos afectivos, sus miles de likes, que les generaron contenidos especialmente dirigidos a moldear sus opiniones y, finalmente, su decisión electoral.
Ese planteo, cuya conclusión es discutible, como toda teoría comunicacional que explica de manera mecánica los efectos de los mensajes en las audiencias, subyace también en esta tendencia actual a endiosar los efectos que puede lograr la difusión de los resultados de las encuestas de opinión.
Uno de los planteos más audaces del historiador israelí Yuval Noah Arari en su libro Homo deus (2016) es que los avances científicos nos están comenzando a demostrar que no existe el libre albedrío. Que, más allá de nuestro romanticismo individualista, somos seres predecibles y que habrá máquinas capaces de visualizar nuestras decisiones aun antes de que podamos racionalizarlas y verbalizarlas.
El matemático Allen Paulos afirma que, luego de una vida dedicada a los números y las estadísticas, le resulta evidente que los seres humanos no somos tan insondables y que, en casi todas las dimensiones, somos completamente comunes, corrientes y ajustados a la media. Como si el yo de cada persona se disolviera entre tanto bullicio de redes sociales y en la permanente hiperconexión tecnológica.
Igual, cree que las encuestas tienen tantas garantías de dar en el blanco como aquel caso de un agricultor aficionado a la caza que tenía la pared del granero acribillada de impactos de bala, todos en el centro de sendos redondeles dibujados con tiza. Cuando le preguntaron cómo había conseguido semejante puntería, el agricultor confesó que primero disparaba y luego dibujaba el redondel.
SERGIO CARRERAS – La Voz del Interior